Bajo el sol calcinante de Santiago, caminaban charlando los dos compadres, Don zorro y Don quirquincho. Era mediodía y no solo los agobiaba el calor sino que iban muertos de hambre y de sed. Caminaban distraídos hundiendo sus patas en la tierra floja y caliente.
—¿Qué fue ese ruido ? —dijo sobresaltado el quirquincho.
—Son mis tripas —dijo el zorro— Hace mucho que no le echo nada a mi panza. Con el hambre que tengo me devoraría cualquier cosa que se me cruce por delante.
Al oír esto, el quirquincho tragó saliva y se imaginó entre los dientes del zorro.
—¿Siente ese olorcito, compadre ? —preguntó Don zorro.
—Sí, compadre, parece que viene de aquel rancho.
Se miraron y se entendieron sin hablar. Junto al rancho bajo el algarrobo estaba Dominga, que el día anterior había hecho dulce de algarroba y ahora lo estaba usando para armar las empanadillas que pensaba vender esa tarde en el pueblo, una vez que terminara de hornearlas.
—Usted, compadre, la distrae y yo agarro todas las empanadillas que pueda —dijo el quirquincho.
Con paso cansino se acercó el zorro.
—¡¡¡Fuira, bicho!!! —fue el grito de la Dominga y le lanzó una alpargata. Él la esquivó y siguió caminando: no había grito ni ademán que lo asustara. La Dominga, entonces, tomó un palo, lo enarboló amenazante y salió a perseguirlo.
Tan alterada estaba que olvidó lo que estaba haciendo y salió a correrlo por el campo. Ambos se alejaron, perseguido y perseguidora. En tanto, el quirquincho comienzó su tarea. Sobre un taco de árbol quedó la canasta con las empanadillas, el armadillo las tomó una a una y las escondió en una vizcachera abandonada que había encontrado entre unos matorrales. Terminada su labor se sentó a esperar el retorno de su compadre mientras saboreba unas empanadillas.
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