viernes, 4 de septiembre de 2020

Ciudad de Castelar (leyenda) - Lidia

A fines del siglo XIX, principios del XX, los residentes acaudalados de la Ciudad de Buenos Aires comenzaron a buscar hacia el oeste, a 22 km, casas de campo, con el fin de ser lugar de descanso. Esas tierras, al comienzo, fueron regaladas, luego vendidas, comenzando por 1673 a realizarse un lento proceso de fragmentación. Ocupadas por ese entonces por terratenientes unitarios, su superficie era la extensión de la creciente localidad de Morón que lindaba con Puente Márquez. 

Juan Manuel de Rosas ordenó a ser usadas para la caballeriza del ejército federal. Se la llamaba Loma Verde, se percibía como un paisaje calmo, espacioso, arboleda tipo monte, clima libre, justo para escapar de los calores sofocantes, atardeceres sombreados y placenteros, con la estratega puesta del sol. 

Fueron surgiendo quintas amplias y confortables como Villa Eduarda, La Carolina, La Elvira, El Águila, San Antonio, Las 5 torres, pero las más destacadas eran Victoria Farm, ubicada en el sur de la zona. Su dueño, Estanislao Zeballos, distinguido diplomático e intelectual, se había instalado ese verano con su familia, padre de cuatro hijos varones. Y el diferente Castillo Ayerza, situado hacia el norte (hoy es parte del Instituto Inmaculada), en esta finca de campo se la compartían la familia Ayerza de repetida profesión de médicos con seis hijos, cuatro mujeres y dos varones.

Para el centenario de la Revolución de Mayo, en mayo de 1910, la Infanta Isabel de Borbón llegó hasta la Finca Victoria Farm, acompañada por el Presidente José Figueroa Alcorta y por uno de los hijos de Estanislao, Santiago, joven alto y muy buen mozo quien había cursado estudios de agronomía en España. 

Ante la noble visita, se realizó en la residencia, una fiesta imponente y majestuosa en la cual todos lucieron sus mejores galas. Carolina, la hija mayor de los Ayerza, joven, de fina y esbelta belleza, aceptó la invitación de Santiago al baile. La noche se fue deslizando armoniosamente. Entre vueltas y cortejos sus cuerpos intuían la autenticidad de un amor correspondido, sus miradas se buscaban insaciables e impacientes.

Dicen los que saben de tradiciones, que en la ciudad hubo otra historia de amor secreto entre un primo de Carolina y una prima de Santiago que no por falta de pasión, sino por esas pruebas de la vida, fue un amor que duró lo justo para que lo vivido se transforme en cautiva soledad de uno de los amantes. Los jóvenes, separados por una línea férrea, decidieron verse. Se citaban en el lugar donde luego se levantaría el primer templo católico. Ella iba acompañada por su fiel ama Elvira y don Plácido, peón leal que conducía el sulky.

El enamorado llegaba montado en su caballo, y mientras los jóvenes despertaban sus suspiros y platicaban, Elvira recogía flores silvestres y ramas para embellecer el jarrón del salón principal. Ya no había dudas, el amor era un homenaje profundo a la esperanza y sabían que compartir sus vidas era abrazar lo posible, convencidos de sus sentimientos. Esta era la consagración que sellaba la historia de amor inconcluso de sus primos.

Ambas familias eran muy influyentes ante las autoridades, traían progreso a la zona. Ya circulaba el ferrocarril: se ideó la estación, se instaló el alumbrado público y se realizaban actividades aeronáuticas con fines militares, comerciales y deportivas. Las tierras eran pródigas para cultivos de hortalizas, ganado vacuno y ovino.

Faltaba el pedido de mano y fue concedido. Carolina y Santiago se casaron y decidieron vivir en Castelar, así se llamó a la estación km 22, en homenaje a Emilio Castelar y Ripoll, un joven escritor liberal, por decisión de Estanislao que cedió este honor. Fueron muy felices, tuvieron ocho hijos cuya descendencia pobló aún más la ciudad. Santiago se dedicó a cultivar en zonas vecinas y a criar ganado. 

En 1971, Castelar, con 70.000 habitantes fue declarada ciudad.


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