Contaba mi bisabuelo Gumersindo que, allá por 1859, se instaló por la zona oeste del Gran Buenos Aires el ferrocarril, un gran acontecimiento que cambió el destino del paraje. Una zona de extensos campos y llanura, que a su paso, se fueron subdividiendo y parcelando, permitiendo así que de a poco se poblara el lugar. Allá por 1900 las manzanas se llenaban de casas grandes con amplios jardines, almacenes generales, carnicerías, tiendas de forrajes, semillas...
Carros, carruajes y caballos dibujaban surcos por doquier permitiendo el traslado de gentes y mercancías. Lentamente iba acercándose el progreso. Una vez a la semana, tempranito a la mañana, un vecino de la localidad llegaba a la estación y se sentaba en el banco de madera a fumar un cigarrito mientras esperaba el tren. Puntualmente, haciendo estrepitar el silbato, los jueves a las nueve frenaba en la estación la locomotora bochinchera. Don Juan Mejía apagaba lo que quedaba del pucho con la alpargata de bigotes y se acercaba al vagón de carga de dónde bajaría su tesoro.
¡Flores! Flores blancas, flores rojas, flores amarillas y azules. Hojas verdes. ¡Laaargas y cortitas! Pimpollos apiñados y racimos generosos. Margaritas, dalias, calas y gladiolos. Tímidas violetas y ¡nomeolvides! Con toda esa maravilla en el carro, Don José se iba a acomodar el puesto para cuando vinieran a la compra caballeros para homenajear a sus amores y damas para adornar sus casas o cumplirle la promesa a la virgencita. Así es que por el lugar, comenzó a escucharse de boca en boca: los ramos de Don Mejía.
Con el transcurrir de los años, hoy, es Ramos Mejía. Y en el ambiente, cada vez que pita el tren al pasar por la estación, se esparce por el aire un aroma a flores.
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