Hace ya muchos, muchos años, en el pueblo de Bella Vista, Provincia de Corrientes, vivía una familia conformada por una bella y armoniosa mujer, descendiente de una tribu guaraní, y su esposo, un criollo prometedor, que con certeza fue armando un porvenir junto a sus siete hijos varones.
Al nacer Gervasio, el séptimo hijo varón, la madre, con infinito respeto ante ese misterioso invisible cobijado en su memoria acerca de la enfermedad que podía heredar y transformarlo en un lobizón los martes o viernes de luna llena, acudió al hechicero de la tribu y, con dolor, buscó saber si debía aceptar esa maldición o aventurarse a una curación que rompería tan perturbador hechizo. La honrosa respuesta del brujo reconocía una alternativa: si se cuidaba y no salía en esos dos días al encuentro de la luna llena, su vida transcurriría, con paciencia y medida vigilancia, en total normalidad.
El joven creció alto, delgado, haciendo las tareas familiares y dedicado al cultivo, ya que la zona donde vivían gozaba de una peculiar geografía, una península que desembocada en un río. Por esos días, venía a visitar a sus tíos la sobrina de otro vecino y todo el pueblo acudió al festejo de una celebración popular el sábado por la tarde que se realizaba una vez al año. Allí se conocieron Itatí y Gervasio y se fue perfilando un romance silencioso que iluminaba sus gestos y pensamientos.
Con mucha audacia y sin esperas, decidieron sellar como símbolo del amor, un futuro prometedor y la esperanza de la pertenencia para siempre. Y así transcurrían los días, trabajando la tierra que les proporcionaba sustento y progreso, al cobijo del amor insaciable y profundo que los unía.
Pero una noche muy muy calurosa, la joven pareja salió a la galería de su hogar y, sin planes de tiempo, permanecieron conversando. Él quería regalarle las estrellas del hermoso cielo. Se refrescaban, las horas pasaban sin retorno, en plena espera para ir a descansar y terminar el laborioso viernes.
De pronto, ante ellos apareció la luna llena, que Gervasio miró fijamente y que lo atrajo. Fue el momento más oscuro de su vida. Sintió que su cuerpo se cubría de gruesos pelos, su cara se deformaba, sus orejas crecían, sus brazos se transformaban en patas y huyó, dando fuertes alaridos hacia el monte. Itatí, sorprendida, sólo vio partir una sombra oscura, sin saber que era su Gervasio y se quedó sentada refrescándose con el agua de lluvia que juntaban en un barril.La mamá de Gervasio presintió lo que sucedía y, como vivía a pocas leguas, se acercó a acompañar a la joven mujer. Entonces le contó acerca de la triste leyenda del séptimo hijo varón.
Con los primeros rayos del sol, Gervasio apareció andrajoso, sucio, mojado, lastimado todo su cuerpo, cansado y sin contar qué fechorías había realizado. Se recostó a los pies de su amada, ella con los ojos llenos de lágrimas lo acariciaba, con un amor arraigado desafiando cualquier descripción. Y así, en un enorme silencio, él partió hacia otra dimensión abrazado por su bella y querida Itatí.
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