viernes, 23 de octubre de 2020

El doble - Rosa

El retrato

Siempre el mismo camino para ir al trabajo en San Telmo. Siempre las mismas callecitas, siempre las mismas veredas y tropezando siempre con la misma baldosa del negocio de antigüedades.  Hacía más o Menos tres meses que me sucedían cosas extrañas y tenía como un “déjà vu” de mis acciones o de las otras personas. Decidí detenerme y mirar, porque nunca lo había hecho, el escaparate del local: lámparas, cuadros, vajilla… y en un rincón casi perdido un retrato, con un marco valioso. No era cualquier rostro, era el mío con ropa y peinado de hará cuarenta años y estaba acompañada por un joven morocho, muy buen mozo, que también me pareció reconocer. Tuve una especie de vértigo. Entré al local y pedí la miniatura. Más me asombré cuando el vendedor me dijo: 

—¿Es familiar, verdad?

Dos gotas de agua, hasta la mirada. Le dije que no y pregunté quién era.  La había llevado el señor de la fotografía que la vendió con otras pertenencias, porque se volvía a Málaga, a Torremolinos, a tratar de encontrar a su amor que había perdido por un desliz suyo que ella no perdonó. Él decidió viajar a la Argentina para olvidarla. Lamentablemente no pudo viajar porque había muerto hacía tres meses. Era un vecino solitario, de unos sesenta y pico de años, que sólo hablaba de María Inés. Me estremecí. Yo me llamo María Inés. Él, Fernando Alvarado. 

Adelanté mis vacaciones y con la ayuda de mis padres viajé a España. A Torremolinos, ciudad costera, bellísima. Me parecía haber caminado por esas callecitas angostas, haberme bañado en ese mar.  Me alojé en un hotel pequeño, muy familiar. No sabía el apellido de María Inés.  Era buscar una aguja en un pajar. A la mañana siguiente y luego de recorrer fui al RENAPER, similar a nuestro registro civil, donde tratarían de ubicar a la familia de Fernando Alvarado. Como el trámite tardaría una hora, me senté a tomar un café en una veredita florida. Me pareció haber estado ahí. Mi intuición me decía que tendría éxito en mi búsqueda.  

—Se le cayó el chal, señorita. 

Iba a agradecer pero enmudecí.  Era el joven de la miniatura.  Era Fernando Alvarado, trabajaba en la galería de Arte de María Inés Santillán y era el hijo del desliz del otro Fernando. A esta altura, no me sorprendió tener el mismo apellido. Conversamos alrededor de un cuarto de hora. Llegamos a la galería de arte donde me recibió una hermosa mujer de unos sesenta y cinco años, que me abrazó y me dijo: 

—Te esperaba antes para recomenzar la historia, en ese bar y con el mismo chal donde conocí a  Fernando, para cerrar la herida y seguir la historia de amor.  

Un gran cuadro presidía el salón: era yo o la otra o las dos, con el vestido floreado y el chal que me había puesto para encontrar mi destino. María Inés recobró su pasado y ella había viajado para continuar en el presente, modificándolo para vivir el gran amor que se le había negado.

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