viernes, 23 de octubre de 2020

El doble - Lidia

Frente al mar

Una hermosa mañana del mes de diciembre, me desperté muy temprano, muy motivada a hacer una larga caminata por la rambla marplatense. Ante el anuncio de mis piernas cansadas, sentí la necesidad de bajar la estrecha escalera de piedras, que me llevaban a la playa Las Toscas, miré las carpas alineadas y recorrí lentamente el tablón de madera entre ambas filas.
Al final me descalcé y la arena marcó mis pasos hacia el mar. Me senté, ya había finalizado la creciente del mar, la pleamar, y la arena mojada estaba lisa y tentadora para pisarla. En la escollera había tres personas pescando. El sol me acariciaba suavemente y el reflejo hacia el mar parecía encenderlo mostrándose placentero, indispensable. Escuché el sonido de las olas al romper en la orilla en una envolvente espuma blanca; mar extenso, abundante, intrigante, inmenso, apacible… 
El tiempo parecía que se había interrumpido. Mi memoria se detuvo y serenamente volví a la niñez al mirar la parte inferior del Torreón del Monje. Con mis primos entrábamos, sorteábamos y saltábamos esas piedras grandes, verdosas, patinosas, erosionadas por el paso del tiempo. A veces buscábamos cangrejos y nos divertíamos viendo su corrida de costado a sus escondites, nos gustaba perseguirlos. Era sólo un juego. ¡Qué lejos quedaban los teléfonos e internet! También nos gustaba entrar como en una caverna y atravesar entre piedras el diámetro que llevaba a una playa rocosa al aire libre y volver, buscando el camino que nos devolvía a los juegos de arena. ¡Qué aventura!
De pronto, sentí un abrazo, como si alguien estuviera sentada a mi lado. Giré la cabeza y ella estaba ahí, mirándome, acariciándome con su mirada y con sus ojos color del tiempo, cabellos rubios, joven, simpática. Yo, sorprendida, estaba serena pero con deseos de retenerla. Nos contenía un inagotable abrazo de comprensión. El tiempo se desvanecía…
La miré con curiosidad buscando sin pretensiones, ese abrazo conciliador. Entonces, ella me habló: 
—Esta mañana necesité hablarte, decirte que en una complicidad cotidiana, soy quien te da el empuje, el coraje, el ánimo, en esos días sin pasión, aparentemente tristes, sin evidencias de deseos e ilusiones. ¿Recordás el día que con los primos entramos al mar, jugando, jugando fuimos más profundo que lo habitual? Ellos se asustaron. Y con el impulso de las olas se acercaron a la orilla, pero vos quedaste atrapada como absorbida por un trompo marino que no te dejaba avanzar. Te retenía paralizada, sentías un ahogo estático que te quitaba libertad de movimientos. De pronto...tus reflejos se activaron y con certeras brazadas y recuperada respiración adecuada salimos de esa maraña marina y digo salimos porque soy tu otro yo, el fuerte, el que va al frente, el que motiva, a veces a equivocarte, pero que te ayuda a vencer tu timidez, que nadie ve, ni entiende, a expresar tus miedos e interrogantes y la resistencia a dejarte ayudar.
Entonces, sonreí y la abracé muy fuerte, con ternura, y le prometí que permaneceríamos siempre juntas. 


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