Equilibrio interior
Me encantan las tardes soleadas de noviembre. Recuerdo cuando mi espacio preferido para disfrutarlas era la plaza del barrio. A la sombra de una acacia, me dejaba embriagar por el perfume de jazmines y azahares que traía la brisa tibia. El sonido del agua que brotaba de la fuente me invitaba a viajar a lugares de ensueño y a otros tiempos, con compañeros imaginarios.
Esos momentos de paz y tranquilidad en la plaza eran eternos. Mi alma vivía con plenitud una única y perfecta tarde de noviembre, hasta que apareció la mujer que perturbó mi bienestar. Era idéntica a mí, pero sus gestos eran duros y su mirada reflejaba enojo.
Se acercó a mí y con voz angustiada me gritó: “Estoy cansada de ser quien da la cara, la que trabaja sin cesar para sostener el hogar, la que recibe los golpes y los reproches, la que paga las cuentas, la que soporta los dolores y el peso del cuerpo, la que no deja de razonar, la que no se permite descansar. En cambio, a vos nadie te ve. Huiste de la realidad para refugiarte en un mundo de fantasía. Te escapaste como una cobarde. Tenés que volver a mí o me voy a volver loca”.
Tuve piedad por esa mujer, dejé mi lugar de confort y me uní a ella. Hoy estoy en su cuerpo. Mi espíritu libre convive con su mente estructurada. Al principio nos costó interactuar, pero ahora logramos una cierta armonía y un equilibrio relativamente estable. Es más, ya no sé quién de las dos está escribiendo este relato.
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