Era muy de mañana. Las señoras salían con las canastas en la cabeza a vender sus pasteles. Cuando pasaban debajo de un puente, vieron como una madeja de lana tibia al costado del camino. Una de ellas se detuvo y la recogió suavemente. La depositó en la cesta, sabía que algo hermoso construiría con ese vellón.
Ese nido de lana era un quirquincho que, para saciar su hambre, había recurrido a esa treta: mientras caminaban, el quirquincho iba devorando los pasteles. Cuando pasaron debajo de un sauce, se colgó de una de las ramas y allí se quedó hasta que desaparecieron. Había logrado robar unos cuantos pasteles más.
Al bajar se encontró con un zorro que miraba extasiado los dulces. El zorro sabía que nunca las segundas versiones son buenas.Repetir la hazaña del quirquincho no tendría valor por tratarse de una réplica. Entonces, hizo lo que sabía hacer: le propuso lo que le había propuesto al Principito en su momento.
—Domesticame. Si lo haces, yo seré unico para ti y tu serás único para mí. Podríamos compartir alimentos y sentimientos.
El quirquincho lo miró y, mientras pasaba la lengua por el membrillo, lo abrazó y le dijo bajito en un oído:
—Somos dos caras de una misma moneda.
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