viernes, 28 de agosto de 2020

Promesa incumplida, súplica atendida - Nora

Era un joven feliz que vivía con mis padres y siete hermanos en una pequeña casa de madera en la costa de la bahía Engaño, Chubut. Mi padre era pescador, oficio que había aprendido en su Gales natal. Todas las madrugadas, se dirigía a la playa y caminaba dos o tres metros mar adentro para extender las redes, donde quedaban atrapados  peces y mariscos. El mar nos daba alimento y paz. 

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Un día, salí de mi casa corriendo para alcanzar a mi padre en el camino y ayudarlo a cargar el producto de su trabajo. Estaba ansioso porque durante dos días el mar no había ofrecido ningún sustento para la familia. Me sorprendió la tristeza de su mirada, porque la pesca había sido abundante. Después de comer, me llevó a la playa y me dijo: “Hijo, todo lo que pesqué esta mañana no se debió a la generosidad del mar sino a un trato que hice con una sirena. Me ofreció peces y mariscos a cambio del primer ser que me recibiera al regresar a mi hogar. Acepté el trato, pensando que sería nuestro perro, pero lamentablemente fuiste tú quien salió a mi encuentro”.

Miriam Gonzalez Gil

Cuando acabó el relato de mi padre, pude observar que una bella criatura marina nadaba hacia mí. El terror se apoderó de mi cuerpo y mi alma, y comencé a correr. 

Llegué hasta el río Chubut y seguí su curso atravesando pueblos, valles y mesetas. En el camino, encontré un puma, un guanaco y un choique que peleaban por una trucha. Al acercarme, me pidieron ayuda. Tomé el pescado en mis manos, lo partí en tres. Le di la cabeza al puma, la mitad delantera al guanaco y la otra mitad al choique. En agradecimiento, cada uno de los animales me regaló un don: el puma, su fortaleza; el guanaco, su vista y el choique, su velocidad. 

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Seguí mi camino hasta alcanzar la cordillera de los Andes. Atravesé un bosque de alerces guiado por el llanto de una mujer. Al llegar a la orilla de un lago, vi con la agudeza de la vista del guanaco a una joven en medio de una isla. Nadé hacia ella para auxiliarla. Al arribar, me suplicó que la salvara del gigante que la tenía secuestrada. Sin temor, fui hasta el escondite del gigante y con la fuerza del puma lo golpeé y con la velocidad del choique corrí a rescatar a la muchacha. 

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La joven era una princesa mapuche. Su belleza y bondad conquistaron mi corazón. Su padre, agradecido por mi acción, permitió nuestro casamiento. Vivimos muy felices en las montañas, pero un día la nostalgia por el mar y la familia me impulsó a retornar a mi antiguo hogar.

Cuando llegamos a la Bahía Engaño, mi esposa quedó fascinada por el mar. La tomé de la mano para caminar juntos sin recordar la promesa de mi padre. Al pisar el agua, inmediatamente emergió la sirena que me atrapó y empujó hacia la inmensidad marítima. El llanto de mi mujer, el mismo que había escuchado cuando llegué a la cordillera, conmovió a la criatura marina, que con piedad me devolvió a la playa. Mientras miraba el abrazo del reencuentro, la sirena exclamó: ”Podré tener tu cuerpo, pero tu alma siempre permanecerá junto a tu esposa. Por eso, prefiero dejarte ir”.

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