El Jacinto
Estábamos esquilando las ovejas en una mañana muy oscura que amenazaba tormenta sureña. Los gritos de fuerza de los muchachos nos impidieron oír y ver su llegada al galpón. Era algo alto, vestía bollos de ropa rota, algunas espinas habían surcado su cara, lo mismo sus manos de tiempo sin lavar, su cabello tusado acomodado por el viento abrochado de abrojos, se veía que la angustia y la soledad se habían adueñado de él. Pidió permiso “para refugio de techo" a los muchachos que sudaban esquila.
El capataz le dijo:
—Lávate en el jagüel. Y ahí tienes la matera, serví pa algo.
Dijo llamarse Jacinto. Su familia era el camino. Me presentó unos papeles tan sucios y gastados que no parecían documentos.
A la mañana siguiente, le pregunté al capataz:
—¿Qué hago?
—Déjelo ahí, no ocupa lugar, durmió en la matera enroscado como un perro en el rincón.
Era güeno pa el trabajo, lo que le decían, hacía: pelaba papas, trozaba carne. El carnicero estaba contento porque le agilizaba el trabajo, era buen mandadero. Y a la hora de la mateada hacía unas galletas fritas con grasa y harina que contentaba la panza de los ovejeros.
De vez en cuando desaparecía."Lo barrió el viento", decía el carnicero. Y cuando volvía era una piltrafa humana. Le preguntaba:
— ¿Dónde estuviste Jacinto?
Y él también me decía “me barrió el viento, patrona".
—Esta será la última, la próxima, no regreses.
El capataz lo mandó a enterrar un par de ovejas “porque anoche tuvimos la fiera visita de los lobos” y seguimos trabajando.
Esa noche lo invité a que durmiera en los dormideros de la peonada porque, terminada la esquila, se habían retirado a otros campos, pero me dijo:
—No, patrona, estoy bien durmiendo en el rincón de la matera.
Los balidos de las ovejas eran más fuertes que el silbido del viento en los techos de chapa. El capataz, con su escopeta, y yo, con mi linterna, nos reunimos en el patio. La luna llena nos permitió ver, a través de los espinillos y los cardos enrulados que rodaban por el viento, al lobo que estaba abrazado a una oveja haciendo sus fechorías. Un escopetazo retumbo en la noche, la sangre corría despacio por la tierra cubierta de blanco por las primeras nevadas. El capataz tenía todavía la escopeta humeante, yo lo alumbraba con la gruesa linterna, el espeluznante escenario con que se encontró nuestra vista nos hizo caer de rodillas con fuertes e incontenidas arcadas: el lobo emparejado con la oveja se iba convirtiendo en el Jacinto.
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