viernes, 25 de septiembre de 2020

El lobisón - Mirta

Ermelinda y Juan se conocían de pequeños, vivían en Corrientes. Cuando se hicieron adultos, se unieron y se fueron a vivir a un humilde ranchito hecho con sus manos a orillas del Paraná. Juan era pescador y el río le brindaba su sustento: lo que pescaba, lo vendía. Y ella era hábil para tejer cestas, bolsos con fibras que extraía de un arbusto del lugar.

Poco a poco, fruto de ese amor empezaron a llegar los hijos, seis varones. Finalmente Ermelinda cursaba un séptimo embarazo las comadronas del pueblo la miraban de reojo. 

—Ermelinda, ¿y si es un varón?  

Y ella contestaba ilusionada

—Es una nena, lo sé. 

Los murmullos crecían a su paso.

Finalmente llegó el día o, mejor dicho, la noche. La luna en todo su esplendor parecía caerse del cielo. Vino la comadrona a ayudarla y cuando vio que estaba ayudando a nacer a un varón, se estremeció, se le acercó y le dijo a Ermelinda:

—No permitas que la luna le dé en la cara. 

Pero la luna en su recorrido mandó su luz que pasó por la ventana y dio en la cara del niño.

Pasaron los años y no pasó nada con ese séptimo hijo varón. Sin embargo, su aspecto era enfermizo: la piel amarillenta, la mirada turbia.

Cuando  cumplió  los quince, cierta noche de luna llena, salió  corriendo de su rancho  y se internó en el monte. Ermelinda y Juan corrieron tras él, viendo  lo que no querían ver: se transformó. Su cuerpo se llenó  de pelos, sus ojos eran como chispas de fuego, parecía haber crecido, sus manos parecían garras y, lo más terrible, aullaba mirando la luna y la seguía con sus ojos desorbitados hasta que la descubrió en el río. Se lanzó al galope cayendo por la barranca hasta el río, que tenía la luna en sus aguas. El río con sus brazos turbulentos lo envolvió. Nunca se encontró su cuerpo, la luna en el agua no lo devolvió.

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