Vapores de ensueño
Jueves, 11 horas de una semana cualquiera. Como siempre, ya en la cocina. Sobre el viejo esqueleto de quebracho colorado destrozo unas cebollas pálidas, un par de morrones avergonzados y algo de ajo con una cuchilla sin filo. De allí los lanzo, sin lugar a protestas, a la paila de barro cocido. Crepitan, saltan, se alborotan y gritan pero a mí no me importan sus reclamos. Una hoja seca de laurel y una lluvia de sal se encargan de acallarlos. Ahora se zambullen los granos dorados de maíz incaico, pimentón ahumado y el néctar líquido de uvas blancas que inundan de aroma dulce el lugar. Una gastada cuchara de madera, con nutridas historias gastronómicas en su veta, gira en círculos hipnóticos el manjar y levanta los vahos y el vapor. Una espesa nube blanquecina se encolumna sobre la olla y me rodea. Me envuelve, me perfuma y me lleva… Salgo del maizal que se yergue metálico al Inti. Delante de mis ojos nostálgicos la tierra ocre, roja, multicolor. Camino entre los cerros. Mis pupilas se roban el azul del cielo y mis oídos, el cantar del agua que huye de mi lado. Me topo con un inmenso cardón a quien saludo con una reverencia merecida. La tiene ganada. Es un centenario ciudadano de La Puna. Avanzo por entre las hierbas duras castigadas por los vientos. A mi derecha las veo. Altas, esbeltas, bellas y atentas como siempre. Pastoreando sigilosas eternamente. Son las vigías de la planicie. Su suave pelo deja acariciarse por el soplido del aire, a esta hora, abrazador. Ellas me miran fijo mientras mastican recuerdos y me reconocen. Inmóviles me dan la bienvenida. Yo les respondo agitando mi mano en señal de agradecimiento. De pronto algo inquieta a las vicuñas. Un silbido de alarma y el susto las anima a correr para protegerse del peligro. La manada huye levantando polvareda. Allí me encuentro, con la cuchara de madera en la mano espantando remolinos y tosiendo.
¡Adriana! ¡Se está pegando la comida al fondo de la olla!
¡Siempre lo mismo! ¡Mejor lo arreglo ya!... Antes de que sea demasiado tarde.
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