viernes, 9 de octubre de 2020

Cuento fantástico - Norma

Totoral

Esa mañana lluviosa, ventosa y fría se había inundado, como siempre, nuestra querida aldea, llamada por segunda vez Santa María del Buen Aire, que de santa no tenía nada y de buen aire, tampoco.

La fiebre empezaba azotarla.

Até los caballos a la carreta esta, ya la había cargado la noche anterior y dije; "me voy a lo mío, el que me quiera seguir...”. Solo me respondieron mis dos perros, marca cara, y mi negra, hermana de leche.

Me calcé las botas y me subí a la carreta

—No me gusta que se vista así mi niña.

—¿Así cómo?

—Como un hombre.

—Es la única ropa adecuada para ir en la carreta hasta "lo mío".

La tormenta continuaba y el cielo estaba cada vez más oscuro, luego de varias horas de trote tranquilo, no limpio, porque el barro era nuestro des aliado, llegamos al tambo de los Aguirre, cuando ya la noche impedía verlo. Estos me permitieron entrar a su campo para descansar, dormí como una leona, en la cama de bronce y me despertó mi reloj de pie, que había atado a los arcos interiores de la carreta.

La lluvia no había cesado. Enganché la punta de mi pollera al cinturón para más comodidad, dejando ver mis pantalones de hombre, y subí a ella. Los caballos ya estaban atados, habían descansado toda la noche.

—Va a tener dos largas jornadas pa' llegar al totoral, mal tiempo, mi niña. Yo que u'te cambio esa monta por una yunta, no creo que pueda cruzar el lagunal con ellos —me dijo Aguirre.

Y, efectivamente, más andábamos el camino, más llovía. Parecía que nos seguía...

Al segundo día de andar llegamos, ya tarde, al último posadón que formaba parte del fortín. Después de ahí, nada, solo necesitaba la ayuda de Dios ...

La mañana de la partida no llovía, el barro inundaba todo, aún los ranchos del fortín.

Cambié mí monta por dos robustos bueyes, até los caballos a la parte trasera de la carreta, y dejé que los perros acompañarán a estos, y partí.

Llegamos a la laguna, cuando el sol ya se acostaba en ella, el oleaje era fuerte, lo cruzaría al mañana siguiente bien temprano.

No dormí muy bien esa noche pensando en cómo vadearla.

Amaneció tranquilo, despacio, ni una nube que dijera la tormenta de días pasados. El sol mansamente se reflejaba en el espejo del agua, la noche anterior no solté a los bueyes, los dejé atados al yugo, por temor de no poder engancharlos a la mañana siguiente.

Me saqué las botas, me quedé en mis largos calzones, para no mojar la ropa, solté los caballos, para que estos fueron nadando hacia la orilla, ya divisaba "mi totoral" algo desvencijado, pero lo arreglaría, era "mío", me senté en el yugo para picanear a los bueyes, los perros y los caballos ya habían alcanzado la orilla...

Sonó el reloj de pie, que se acopló al ruido vespertino de la gran ciudad, y me senté en la cama de bronce, únicas cosas que había heredado de mis ancestros.

Las botas de lluvia estaban embarradas junto al jarrón con totoras.

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