Atrapadas
Carolina
y yo, treintañeras, solteras, amigas y profesoras en el mismo colegio,
parecíamos adolescentes en ese viaje. Habíamos elegido La Falda, en
Córdoba. Llegamos a un hotel muy lindo y pasamos la tarde en la pileta, cenamos
y armamos nuestro itinerario. Un micro nos llevaría al día siguiente a Los
Cocos y a su impresionante laberinto. Teníamos que madrugar, así que apagamos
la luz y a dormir.
Cuando
llegamos a Los Cocos nos unimos en el recorrido a un grupo de estudiantes por
temor a perdernos. ¡Cuántas vueltas, marchas y contra marchas y cuántas risas!
Nos chocábamos con la gente, más risas. Perdimos al grupo de jóvenes y, de repente,
notamos que había cada vez menos personas y cada vez era más de noche. No
encontrábamos la salida.
Busqué
el boleto de entrada, cerraban a las dieciocho. Se oían altavoces pidiendo a la
gente que se retirara. El señor que guiaba a los rezagados desde una especie de
balcón no estaba. De pronto, tomamos conciencia de que estábamos solas. Sólo
nos iluminaban la luna llena y las linternas de nuestros celulares. Nos tomamos
fuertemente de las manos y avanzamos.
–¿Por
qué no seré Teseo y tendré la ayuda de Ariadna? –le dije a Carolina, pero no me
contestó. Tampoco estaba conmigo. Dejé de ver la luz de su celular.
Comencé
a gritar pidiendo auxilio pero la única respuesta era el sonido del crujir de
las ramas que pisaba. Caminaba y cuando parecía que encontraba una salida
me chocaba con un cerco de plantas altas y pinchudas. Mi corazón latía
fuertemente y parecía que escuchaba su sonido.
–¡¡Carolina,
Carolina!!
Nada,
oscuridad, crujir de ramas y pasos que se acercaban.
–¡¡Carolina,
Carolina!!
De
pronto, unas manos me apretaron la garganta. Ya no podía respirar. “Es el fin”,
pensé...
–¡Virginia,
Virginia! ¿Qué te pasa? ¿Por qué me llamás a los gritos? Te vas a ahorcar con
la sábana, la tenés enrollada en el cuello. Tuviste una pesadilla.
Cuando
me trajo el vaso de agua y antes de contarle mi sueño le dije:
–Mañana
iremos a Carlos Paz. ¿Qué te parece?
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