Hola, ¿cómo estás? Yo soy Dani. Tengo unos pocos años y vivo en el barrio de la Boca, mi barrio pintoresco con maravillosos personajes, río, puentes, barcos e historias. Una tarde de sábado fuimos con papá, mamá, y mi hermana Charo de visita a la casa de los abuelos que viven en Tigre. Su barrio es parecido al mío. Son como hermanitos. Allí también hay ríos, barcos, y lanchas. Es por eso por lo que siempre voy feliz a pasear a su casa. Es como seguir en la mía, pero con más misterios, mimos y caprichos complacidos.
Los cuatro subimos al cole. Mirando por la ventanilla. Mis ojos se fueron hartando de azules, rojos, círculos, cuadrados, casas, cosas, personas y personajes. Mientras, pensaba con qué nos sorprenderían los abuelos para jugar y merendar ese día. ¿Prepararía la abu esa torta con dulce de leche que a mí tanto me gusta? Mmmmm…. Ya me veo con unos enormes bigotes pegajosos.
Abu tendrá lista la pelota de cuero para patear un rato y hacerle muchos goles hasta que se canse y me diga: "Dani, me doy por vencido. Sos un campeón. Perdí, perdí, perdí. ¡Sos Maradona!" Cómo me gusta oír su frase. De veras me hace sentir Dios. Como Maradona en el mundial.
Bajamos del colectivo y corrí ansioso a tocar el timbre. Los abuelos me apretaron tan fuerte en un abrazo interminable que arrugaron mi camisa bien planchada y me llenaron de besos húmedos toda la cara. Yo, enseguida, me los saqué todos.
Papá y mamá contaban sus penurias laborales y económicas al abuelo. Charo y yo peleábamos por decirle a la abuela todo lo que habíamos aprendido en la escuela y las mil travesuras cometidas en la semana. Cuando los relatos se fueron desvaneciendo, el abuelo y papá me propusieron salir al patio a patear la pelota.
El abuelo y papá ya no son niños como yo. Después de ganarles con diez goles, el abuelo pronunció ese canto celestial tan esperado por mi ego.
—Basta, no puedo más. ¡Me ganaste, Diez! ¡Bien hecho, mi campeón!
Sin aliento entraron a la casa a reponer fuerzas. Yo me quedé por allí un rato más, pergeñando algunas macanas para no aburrirme solo.
Luego de romper a pelotazos algunas plantas, me escabullí al interior de la casa de manera disimulada para que nadie se diera cuenta de mi travesura. Charo miraba la tele. Papá, mamá y los abuelos desgarraban en pequeños pedazos el buen nombre y honor de familiares, amigos, vecinos, conocidos y desconocidos también. Se los veía muy entretenidos. Yo mientras tanto salí de excursión por los cuartos de la casa.
El living estaba frío y aburrido. Creo que hasta alguna araña andaría escondida en un rincón oscuro con un poncho para no congelarse. El baño todavía con olor a ducha fresca me tentaba. Pero si me ponía a jugar con agua y jabón seguro que mamá me descubriría y me ligaría alguna penitencia. El cuarto de los abuelos... ¡Sí! Me subí a la cama gigante y comencé a saltar cada vez más alto hasta que caí y me hice un chichón. ¡Pero no lloré! Y por mi integridad física salí más rápido de lo que entré.
Seguí el rally local y llegué al cuartito de los cachivaches. Así lo llamaba papá. Abrí la puerta que descontenta con mi visita chirriaba y miré la pila de aparatos extraños que intentaban llamar mi atención. En el fondo algo se veía polvoriento, gigante y olvidado. Corrí un montón de porquerías inútiles que lo escondían y… ¡Sorpresa! Era un viejísimo baúl.
¿Qué habrá? ¿Y si un pirata está escondido? Qué miedo… ¿Y si me encuentro con Superman para volar juntos? ¡Eso me gusta! ¡Tendré que abrirlo. ¡Quiero saber que hay! Escuchando la misma queja herrumbrosa de la puerta del cuarto logré mover su tapa. ¡Qué maravilla, cuántos tesoros mágicos! Tenía que descubrirlos a todos. Nada podía quedar sin resolver mi curiosidad.
Estaban metidos bastante lejos. Me colgué del borde para alcanzarlos y cuando me descuidé, ¡zzzassss! Perdí el equilibrio y caí dentro. Con tanta mala pata que cayó la tapa y se cerró. Quedé atrapado en sus fauces. ¡No importa! ¡Esto es el cielo! Y empecé a hurgar en mis bolsillos buscando los fósforos que siempre me acompañan. Estaba bastante negro ahí dentro. Cuando lo froté junto con la luz sobrevino la fascinación.
¡El autito Duravit de papá! Algunos siniestros viales le habían carcomido la carrocería en varios lugares. Muchos soldaditos de plomo. Unos sin color, otros sin fusiles y muchos sin cabezas o pies, eran el signo de una guerra violenta. Los libros de cuentos de páginas ajadas y amarillas aún contaban antiguas historias.
Fijáte qué extraño, Siglo XXI y todavía Caperucita anda paseando por el baúl sin que las polillas comieran su caperuza roja. ¡Y eso que la abuela no le puso flit! Qué suerte, sino estaría agonizando ahora como un bicho de esos que ella persigue.
De repente mi panza protestó. Se hizo oír como una manifestación en Plaza de Mayo con Moyano. Papá lo nombra siempre. Yo no sé quién es. Busqué algo para calmarla. Nada había para comer. Hasta que me topé con un libro de Doña Petrona. ¡Manjares! Tortas, galletitas, sanguchitos, masitas, alfajores, tortillas, papas, sopas…
Busqué en mi bolsillo y saqué la tijerita. Recorté una porción de torta de chocolate, seis galletitas de limón, un sanguchito de solomillo (¿qué será?), un alfajor de manzana y un vaso enorme de licuado de durazno. Le metí un cubito para enfriarlo y lo acomodé todo sobre un mantelito a cuadros rojo para disfrutar sin convidar. Sí, todo para mi solito. Charo estaba lejos. No tenía que compartir. ¡Riquísimo! Petrona C. de Gandulfo sí que cocina bien. Mucho mejor que mamá que repite siempre la pastafrola de batata desteñida, el sanguchito de mortadela y los alfajores de maicena implosionados. Mi panza conforme, repleta y contenta pidió una siesta. Acomodé mi cabeza, me tapé con una robe de chambre de príncipe de gales y me dormí.
Morfeo tomó mis manos y volando alto me llevó a dar un paseo por la bóveda celeste. Azul, azul, azul y brillante. ¡Cuánto placer! Hasta que me soltó y caí en cuenta que todavía estaba en el baúl. Volví a la realidad de mi encierro y me puse a pensar cuál era la estrategia para salir. La tapa era muy pesada para mis pequeños brazos. Revolviendo encontré la nave espacial de Los Supersónicos. Había sido parte de la infancia de papá. Qué rara era. Y se me prendió la lamparita. ¡Ésta es la llave hacia mi libertad.
Abrí la cápsula vidriada y me metí. La cerré. Miré los controles del tablero. Encontré la palanca de encendido y la giré. ¿Tendría nafta? ¡Sí! ¡Arrancó! Ahora a escapar. ¿Cómo? ¡Eureka! Vi la cerradura y por allí escapé a la vida.
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