lunes, 2 de noviembre de 2020

El encierro - Lidia

Una noche constelada

Todo estaba previsto para partir al anochecer, mas el proyecto se demoró.

Esa tarde de noviembre de 1950, Cecilia debía asistir a la Parroquia para una revisión del Catecismo pues en una semana tomaba su Primera Comunión. Se sentía muy segura ya que lo había memorizado completo porque ese era el camino posible, sin entender, repetir, repetir…

Cecilia vivía días angelados, con frescura e ilusión, expectante de recibir el Sagrado Sacramento.

Cuando llegó su turno, para su sorpresa, le pidieron que recitara la oración del Ángel de la Guarda. La invadió una alegría inmensa y casi sin respirar, la pronunció como lo hacía todas las noches. La reunión finalizó con el ensayo breve de la ceremonia que se realizaría el 8 de diciembre.

Al regresar a su casa, surgió algo fuera de los planes. Faltaba probar el vestido, que con esmero y amor, cosía y bordaba su madrina para el día tan esperado. Esto retrasó la partida al campo. Se hizo de noche, pero Graciela, la mamá de Cecilia, con destreza y valentía no dudó en emprender el viaje, manejando el Pontiac negro por la calle Luro que empalmaba con la ruta a Balcarce. Conocían el recorrido como un ritual, y para entretenerse durante el trayecto, los niños jugaban al choco-lala.

Ya sabían que, después de la segunda curva, pasando Sierra de los Padres, debían doblar a la derecha para entrar en el camino de tierra y hacer apenas una legua para llegar al campo a ver a su papá, que al ser agricultor estaba en plena época de cosecha del tan apreciado lino. A Cecilia le gustaba caminar entre los surcos sembrados de la mano de su padre y ver esa hermosa flor celeste de porte bajo. ¡Qué trabajo artesanal se hacía en el lugar! En el trayecto, ya iba acariciando la idea de días encendidos entre trabajo y ocio que les permitirían ver puestas del sol que embellecían aún más los campos de girasoles y trigales.

De pronto el auto se detuvo y quedó en la ruta en plena soledad. Cecilia, sentada en el asiento de atrás, apoyó sus rodillas para mirar por la luneta. Era una noche magnífica, brillante, y constelada. Impresionada ante la imagen resplandeciente, hermosa, pestañó varias veces, lo que veía no era borroso, era diáfano, no estaba soñando, era la figura de un ángel, San Gabriel, a quien Cecilia reconoció por su vestimenta blanca, un lirio en sus manos y aspecto delicado, una imagen igual a la estampita que esa misma tarde su amiga Inés le había mostrado. Cecilia necesitó compartirlo con su hermana adolescente, quien le contestó: “No seas paparula, no veo nada”; y en un silencioso secreto percibió que el Ángel empujó el auto que pronto siguió su andar, mientras que él, envuelto en un aurea con mucho esplendor, se retiró en un vuelo lleno de luz dentro de la esfera celeste. 

Mientras sucedía esta conjunción de colores, Graciela exclamó con emoción: "¡Qué bueno que no se ahogó, debí cambiar la batería, lo arreglaré más tarde".

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

La narrativa de Faulkner y Hemingway (similitudes y diferencias)

Ernest Hemingway, autor de "Colinas como elefantes blancos" y Adiós a las armas , y William Faulkner, autor de "Una rosa para...