lunes, 2 de noviembre de 2020

El encierro - Mercedes

24 de febrero de 2007. Mi amiga Inés estaba por atravesar la línea que muchos ya habíamos alcanzado. En realidad, yo lo había logrado dos años atrás, por lo tanto, tenía experiencia en el trayecto y eso me motivó acompañarla.

La veía nerviosa, ausente por instantes, quizá vagando en su cabeza un cúmulo de pensamientos que avizoraban la llegada de una nueva etapa que, según comentarios ajenos, golpea a cada uno de manera diferente.

Eran las 10 de la mañana cuando llegamos en micro a la ciudad de La Plata. Para muchos el hecho de que sus calles no tengan nombres sino que nos guía su numeración es una ventaja. Sin embargo, para mí nunca lo fue y antes de llegar a destino tengo inexorablemente que preguntar a los transeúntes fortuitos que tengo en el camino si voy en el sentido correcto.Aquella vez no fue así. La suerte me ayudaba porque necesitaba mostrarle una seguridad, que consideré, en ella flaqueaba.

Ya caminando por Plaza Moreno, las dos moles conocidas públicamente como Torres estaban con toda su magnificencia presentes y sin dudar elegí la uno: escalinata y un gran hall previo para terminar el trámite en el piso sexto sin problemas en la entrega de papeles. De allí, de vuelta: esperar el ascensor para bajar. De repente, el mastodonte metálico se detuvo ante nosotras, se abrieron automáticamente sus puertas y una vez dentro alcanzamos a informar a la persona próxima al tablero que nuestro destino era planta baja. Su descenso, a diferencia de la ida, comenzó a ralentizarse hasta que de repente dejó de funcionar y quedó varado en el entrepiso del cuarto al tercero.

Al comienzo, las cuatro que allí estábamos nos comunicamos con una sonrisa tal vez nerviosa, pero a medida que no se producían cambios ya nuestras caras se iban tornando en expresiones de pánico. De Inés ya sabía que era claustrofóbica pero, en mi caso, empecé a sentir que comenzaba a serlo. Mi mirada se dirigía a los seis laterales grisáceos no encontrando un foco de ventilación e imaginaba qué pasaría si esto duraba demasiado. 

A una de las presentes se le ocurrió la primera idea: sacó su celular y dijo llamar a una persona de las oficinas del edificio para que avisara. Sus dedos marcaban una y otra vez el número, pero con voz vencida expresó: “no hay señal”. Le pedimos ese contacto para ver si acaso nosotras con nuestro artefacto teníamos mejor suerte pero el resultado fue el mismo.

Para ese entonces ya noté que a Inés lentamente se le iba su cabeza hacia atrás y atiné a sujetarla pero igual no soporté mantenerla erguida y la ayudé a que, en una pequeña esquina, se sentara en cuclillas. Saqué un pañuelo y lo empape de una colonia que acostumbro a llevar en la cartera y rápidamente se lo coloqué en su nariz para que no desfalleciera. De repente vi que la otra que nos acompañaba comenzó a gritar y llorar de forma desconsolada tratando que alguna persona de alguno de los otros cinco ascensores que a nuestro alrededor circulaban escuchara. Era indudable que este hermetismo metálico lo haría imposible pero no la acalle hasta que al fin se dio cuenta por sí sola que le servía como un vano desahogo. 

Como si fuera contagioso, la del celular comenzó a llorisquear y comentarnos que perdería la cita que tenía con su modista. Dentro de tres días se casaría y era la última prueba de su vestido de novia. Trataba de calmarla diciéndole que seguro desde planta baja se darían cuenta de nuestra situación. De repente, como si se escuchara mi pronóstico, el ascensor dio un pequeño, notorio y brusco movimiento y de ahí arrancó con normalidad. 

Cuando se abrieron en destino las puertas, bomberos y hasta medios nos aguardaban porque había sido noticia que por primera vez desde su inauguración un ascensor de las torres quedase varado. 

Hoy, a tres años de este hecho, con Inés reímos. El día del pedido de su jubilación quedó registrado en la historia.

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