24 de febrero de 2007. Mi amiga Inés estaba por atravesar la línea que muchos ya habíamos alcanzado. En realidad, yo lo había logrado dos años atrás, por lo tanto, tenía experiencia en el trayecto y eso me motivó acompañarla.
La
veía nerviosa, ausente por instantes, quizá vagando en su cabeza un cúmulo de
pensamientos que avizoraban la llegada de una nueva etapa que, según
comentarios ajenos, golpea a cada uno de manera diferente.
Eran
las 10 de la mañana cuando llegamos en micro a la ciudad de La Plata. Para
muchos el hecho de que sus calles no tengan nombres sino que nos guía su
numeración es una ventaja. Sin embargo, para mí nunca lo fue y antes de llegar
a destino tengo inexorablemente que preguntar a los transeúntes fortuitos que
tengo en el camino si voy en el sentido correcto.Aquella vez no fue así. La
suerte me ayudaba porque necesitaba mostrarle una seguridad, que consideré, en
ella flaqueaba.
Ya
caminando por Plaza Moreno, las dos moles conocidas públicamente como Torres
estaban con toda su magnificencia presentes y sin dudar elegí la uno:
escalinata y un gran hall previo para terminar el trámite en el piso sexto sin
problemas en la entrega de papeles. De allí, de vuelta: esperar el ascensor
para bajar. De repente, el mastodonte metálico se detuvo ante nosotras, se
abrieron automáticamente sus puertas y una vez dentro alcanzamos a informar a
la persona próxima al tablero que nuestro destino era planta baja. Su descenso,
a diferencia de la ida, comenzó a ralentizarse hasta que de repente dejó de
funcionar y quedó varado en el entrepiso del cuarto al tercero.
Al
comienzo, las cuatro que allí estábamos nos comunicamos con una sonrisa tal vez
nerviosa, pero a medida que no se producían cambios ya nuestras caras se iban
tornando en expresiones de pánico. De Inés ya sabía que era claustrofóbica
pero, en mi caso, empecé a sentir que comenzaba a serlo. Mi mirada se dirigía a
los seis laterales grisáceos no encontrando un foco de ventilación e imaginaba qué
pasaría si esto duraba demasiado.
A
una de las presentes se le ocurrió la primera idea: sacó su celular y dijo
llamar a una persona de las oficinas del edificio para que avisara. Sus dedos
marcaban una y otra vez el número, pero con voz vencida expresó: “no hay señal”.
Le pedimos ese contacto para ver si acaso nosotras con nuestro artefacto
teníamos mejor suerte pero el resultado fue el mismo.
Para
ese entonces ya noté que a Inés lentamente se le iba su cabeza hacia atrás y
atiné a sujetarla pero igual no soporté mantenerla erguida y la ayudé a que, en
una pequeña esquina, se sentara en cuclillas. Saqué un pañuelo y lo empape de
una colonia que acostumbro a llevar en la cartera y rápidamente se lo coloqué
en su nariz para que no desfalleciera. De repente vi que la otra que nos
acompañaba comenzó a gritar y llorar de forma desconsolada tratando que alguna
persona de alguno de los otros cinco ascensores que a nuestro alrededor
circulaban escuchara. Era indudable que este hermetismo metálico lo haría
imposible pero no la acalle hasta que al fin se dio cuenta por sí sola que le servía
como un vano desahogo.
Como
si fuera contagioso, la del celular comenzó a llorisquear y comentarnos que
perdería la cita que tenía con su modista. Dentro de tres días se casaría y era
la última prueba de su vestido de novia. Trataba de calmarla diciéndole que
seguro desde planta baja se darían cuenta de nuestra situación. De repente, como
si se escuchara mi pronóstico, el ascensor dio un pequeño, notorio y brusco
movimiento y de ahí arrancó con normalidad.
Cuando
se abrieron en destino las puertas, bomberos y hasta medios nos aguardaban
porque había sido noticia que por primera vez desde su inauguración un ascensor
de las torres quedase varado.
Hoy,
a tres años de este hecho, con Inés reímos. El día del pedido de su jubilación
quedó registrado en la historia.
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