viernes, 27 de noviembre de 2020

La narrativa de Faulkner y Hemingway (similitudes y diferencias)

Ernest Hemingway, autor de "Colinas como elefantes blancos" y Adiós a las armas, y William Faulkner, autor de "Una rosa para Emily" e “Incediar establos”, ambos usan estrategias retóricas para contar historias a su audiencia general. Todas las historias tienen lugar entre el siglo XIX y el siglo XX. Los pasajes utilizan estrategias retóricas como tono similar, ambigüedad, una cierta estructura de la oración y un uso particular de la descripción. Usan tonos lúgubres y solemnes similares para crear una historia y un escenario misterioso. La ambigüedad también se usa comúnmente para hacer que el lector contemple la trama y los personajes. Ambos autores utilizan la ambigüedad y no revelan la idea principal de la historia (Teoría del Iceberg). Los estilos de escritura de Hemingway y Faulkner difieren aunque también parecen similares en formas como que Hemingway usa una estructura de oración corta y Faulkner usa oraciones complejas. Sin embargo, ambos usan mucha descripción y mucho contexto detrás de sus palabras.

Faulkner y Hemingway tienen usos de la ambigüedad similares y diferentes. La ambigüedad se usa de formas complejas en "Una rosa para Emily" y "Colinas como elefantes blancos". Ambos autores son similares en el uso de esta técnica retórica porque son muy vagos en la narración de las historias y dejan a los lectores reflexionando sobre cuál es la idea principal de la historia. En “Una rosa para Emily” de Faulkner, el autor narra: “Entonces nos dimos cuenta de que en la segunda almohada había el hueco de una cabeza. Uno de nosotros levantó algo de ella, y al inclinarnos adelante, sintiendo en las narices, seco y acre, vimos un largo mechón de pelo gris hierro”. Faulkner termina la historia con esta frase, da un cierre vago y poco claro para que el lector interprete lo sucedido, y no incluye detalles sobre lo que significa la oración en el pasaje. No está claro qué tiene que ver el cabello gris hierro con la historia después de leerla y pensar en ella. De manera similar, en “Colinas como elefantes blancos” de Hemingway, narra: "«Es realmente una operación terriblemente simple, Jig», dijo el hombre. «No es una operación en absoluto»". Hemingway no especifica qué es la operación ni para qué sirve. Es muy ambiguo cuando no dice sutilmente la idea principal de su historia y deja todo en contexto para que el lector lo descubra por sí mismo. Ambos autores se guardan ciertos aspectos o son ambiguos en su escritura. La diferencia de ambigüedad entre Faulkner y Hemingway es que Faulkner usa más descripciones que Hemingway. Faulkner deja pistas para que el lector descubra el contexto subyacente. Por ejemplo, en "Una rosa para Emily", Faulkner le cuenta al lector la historia de Emily, como la muerte de su padre, la ciudad que tiene un olor fétido que emana de su propiedad y la compra de arsénico, etc. El autor deja evidencias que pueden no ser claras hasta que se termina de leer la historia. Por el contrario, en “Colinas como elefantes blancos”, Hemingway no deja ningún indicio de que Jig esté embarazada y estén hablando de un aborto. En el diálogo entre Jig y el estadounidense, Hemingway no sugiere nada sobre el embarazo y el lector solo podría asumir que se trata de una operación que es muy común y puede conducir a la felicidad. El hecho de que la operación sea común y pueda conducir a la felicidad es muy ambiguo porque no se sabe cuál es realmente la operación. Hemingway y Faulkner tienen similitudes y diferencias con el uso de la ambigüedad.

Hemingway y Faulkner tienen similitudes y diferencias con el tono de sus historias. En "Incendiar establos" y "Colinas como elefantes blancos", el tono es muy lúgubre y solemne. Faulkner escribe, en "Incendiar establos", "el queso de cuyo olor era consciente y la carne hermética, enlatada, cuyo olor creían percibir sus intestinos, le llegaba en rachas intermitentes y efímeras en medio de un constante efluvio, el olor y la sensación de tener un poco de miedo, más que nada por la desesperanza y por la tristeza, la vieja y feroz pulsión de la sangre”. Faulkner usa un tono muy lúgubre en esta oración debido a la elección de palabras que usa para describir la situación amenazante y desesperada en el entorno en el que se encuentran los personajes. En el primer párrafo, el tono describe cómo va a fluir el resto de la historia y describe la emoción que el lector recibe al leerla y si la historia será más entretenida o más solemne. El tono misterioso y solemne es similar a “Colinas como elefantes blancos” de Hemingway porque dice: “«Y podríamos tener esto», dijo. «Y podríamos tener todo y cada día lo hacemos más imposible». «¿Qué dijiste?». «Dije que podíamos tener todo». «No, no podemos». «Podemos tener el mundo entero». «No, no podemos»”. Hemingway utiliza el diálogo para hacer el tono más solemne y hacer que el texto y el contexto sean intensos. Lo aplica al pasaje para hacer que la historia y el diálogo entre la estadounidense y Jig suene muy serio y hace que parezca que la pareja realmente no tiene ninguna esperanza cuando la estadounidense rechaza todo lo que dice. El estadounidense cree que la mejor manera de ser feliz es abortar y esto hace que la historia parezca muy seria. Estos tonos, que ambos autores utilizan, son parte de la estrategia retórica de ambos autores.

Faulkner y Hemingway tienen estilos de escritura similares y diferentes en el cuanto a la estructura oracional y el uso de la descripción. Hemingway usa mucho diálogo y escribe en una estructura de oración muy corta, mientras que Faulkner usa mucha descripción y escribe en oraciones largas y complejas. Por ejemplo, en “Una rosa para Emily” de Faulkner dice: “Cuando el negro abrió los postigos de una ventana, vieron que el cuarto estaba agrietado; y cuando se sentaron, un leve polvo se elevó perezosamente girando en lentas motas el único rayo de sol”. Faulkner usa oraciones largas y complejas para describir el escenario de la historia y acude a descripciones para crear imágenes para el lector. Su estilo de escritura es efectivo porque cuenta la historia de una manera visionaria. Por el contrario, el estilo de escritura de Hemingway es muy breve y usa mucho diálogo en su escritura. Por ejemplo, en Adiós a las armas dice: "Desprendió algo de su cuello y me lo deslizó en la mano. «Es un San Antonio», dijo, «y ven mañana por la noche». Comparado con Faulkner, Hemingway usa el diálogo para crear la escena en el libro. No describe completamente la situación o el entorno como lo hace Faulkner y es muy conciso en su escritura porque es muy sencillo y breve al explicar la situación, mientras que Faulkner puede describir una situación o un entorno de una manera muy larga e imaginativa. Sin embargo, el uso que hace Hemingway del diálogo y las oraciones cortas puede ser descriptivo de una manera que no parezca tediosa o repetitiva. Los estilos de escritura de Hemingway y Faulkner son diferentes en la forma en que Hemingway usa oraciones cortas y Faulkner usa frases complejas. Son similares en estilos de escritura en la forma en que describen una situación. Por ejemplo, en Adiós a las armas dice:

Un día, en el campo, tiré al fuego un tronco lleno de hormigas. Cuando empezó a arder, las hormigas se trastornaron y se precipitaron primero hacia el centro, donde había fuego; luego, dando media vuelta, corrieron al otro extremo. Cuando estuvieron todas allí, cayeron al fuego. Algunas escaparon, con el cuerpo quemado y chafado, y huyeron sin saber dónde iban. Pero la mayoría corrió hacia el fuego, luego hacia la extremidad fría, donde se amontonaron para caer finalmente al fuego.

La estructura de oraciones cortas de Hemingway es similar a la de Faulkner debido al uso del simbolismo y la ambigüedad. Hemingway cuenta una breve anécdota de las hormigas y el fuego que simbolizaba o era ambigua para las experiencias de Henry hasta el momento. Henry estaba esperando a Catherine cuando ella estaba a punto de morir. Henry sintió que no había nada que pudiera hacer y se comparó con las hormigas que se describen. Este uso de la descripción es similar al de Faulkner porque en “Una rosa para Emily” usa un tipo de descripción similar al de Hemingway. “Estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la vimos otra vez, se había cortado el pelo bien corto, haciéndola parecer una niña, con una vaga semejanza a esos ángeles en las vidrieras de colores de las iglesias, algo así como trágica y serena”. El narrador señala la apariencia de Emily a medida que pasa el tiempo y su apariencia cambia drásticamente tan pronto como cambia el estado de ánimo de la historia. Esta ambigüedad y simbolismo es similar a los de Hemingway porque es una forma de describir la escena de la historia de una manera diferente. La descripción de la situación parece vaga y no es fácil de entender porque la descripción de Emily por parte del narrador presagiaba el hecho de que algo inesperado estaba por venir. La descripción de Henry de las hormigas y sus experiencias también presagian esto. 

Faulkner y Hemingway usan estrategias retóricas similares y diferentes debido a su uso de ambigüedad, tono y estilos de escritura. Son similares en cuanto al uso de la ambigüedad y de pistas en su escritura para que el lector piense más en la historia, también porque ambos usan el mismo tono sombrío y taciturno para dar forma a la historia. Sus estilos de escritura son diferentes porque Hemingway escribe en oraciones muy cortas mientras que Faulkner escribe en oraciones largas y complejas. Sin embargo, su uso de la descripción es similar. Estas estrategias retóricas se aplican en todos sus trabajos y son efectivas.


Artículo (traducido y adaptado) extraído de https://www.fusfoo.com/article/6786/Hemingway-vs-Faulkner-by-JESSICA-KOBILAS.html


Obras citadas:

Faulkner, William. "Una rosa para Emily". En 50 ensayos: una antología portátil
Faulkner, William. "Incendiar establos". En 50 ensayos: una antología portátil 
Hemingway, Ernest. Adiós a las armas
Hemingway, Ernest. "Colinas como elefantes blancos". En 50 ensayos: una antología portátil

jueves, 26 de noviembre de 2020

Sobre el Codiv-19 (ficción) - Nora

La humanidad en peligro

La pandemia más cruel 

El COVID-21 causó en dos meses 4 millones de muertes. 

El coronavirus que provoca el nuevo Síndrome Respiratorio Agudo  Severo (SARS, en sus siglas en inglés) ha desatado la pandemia más cruel y mortífera de la historia de la humanidad.  Los primeros casos del SARS-CoV-3 surgieron en septiembre de 2021 en Siberia, Rusia, y en dos meses se extendió por todos los continentes provocando 4 millones de víctimas mortales.

Después de combatir el COVID-19, que se originó en diciembre de 2019 en Wuhan, China, y se extendió por el mundo durante 2020 causando la muerte a 1.800.000 personas; los científicos y personal de la salud sólo tuvieron unos meses de descanso para reponerse y enfrentar un coronavirus más contagioso y mortífero.

Los síntomas más habituales del COVID-21 son fuertes dolores en el pecho, dificultad para respirar y vómitos de sangre. El virus provoca inflamación y hemorragias en los pulmones, e inevitablemente la muerte. La tasa de mortalidad del virus es del 90% y un enfermo puede contagiar a 20 personas. 

Aún no se sabe cuáles son las vías de contagio, ya que se han registrado casos en zonas aisladas en las que no han ingresado personas desde otros lugares. La enfermedad abarca todo el planeta, y se desarrolla tanto en zonas urbanas como rurales. Muchos científicos creen que el virus puede ser transmitido por distintas especies de aves. 

Las vacunas para enfrentar el COVID-19 no sirven para este nuevo coronavirus. Tampoco existen tratamientos para combatir la enfermedad. 

Los centros de salud están colapsados, al igual que los cementerios. Las calles de las ciudades están vacías y la actividad económica mundial está paralizada.

Ante la falta de alimentos y bienes de primera necesidad, se registran hechos delictivos con un alto grado de violencia.

En estos tiempos apocalípticos, surgieron muchos líderes religiosos con atributos mesiánicos que despiertan delirios místicos en millones de personas. Mientras tanto, aumentaron los casos de suicidios de quienes no tienen ninguna esperanza y tratan de evitar una dolorosa y lacerante enfermedad. 

¿Comenzó el fin de la humanidad?


viernes, 20 de noviembre de 2020

Faulkner y "Una rosa para Emily"

Un cuento logrado representa una forma literaria que concentra en unas pocas páginas una potencia expresiva inigualable a la de ningún otro género. En este caso, y como sucede casi siempre en la obra de Faulkner, se nos recrea un mundo perdido, una suerte de nostalgia histórica en la que sus personajes se separan poco a poco de sus paradigmas locales, de la particularidad de sus circunstancias, y del relativismo de una época, para ascender al cielo de una universalidad que los vuelve indestructibles, inmunes a los cambios o las modas de las ideologías.

La visión de Faulkner sobre el sur de Estados Unidos, ese profundo sur cuyos cambios parecen monótonos y pasan desapercibidos, es una mirada que carece de toda compasión. Faulkner nos entrega la cruda mirada de una sociedad en la que la crueldad, el racismo, los prejuicios, las divisiones de clases, pero también el coraje y la lealtad, son presentados bajo la forma de un drama humano continuo y salvaje al que el autor se abstiene de valorar o condenar moralmente.

Una rosa para Emily pertenece a ese universo faulkneriano donde los amos y los esclavos, los blancos, los negros y los indios, intercambian sus vidas, sus grandezas y sus miserias. La obra de Faulkner no conoce aún el lenguaje políticamente correcto porque describe sus problemáticas racionales sin ningún problema, y se limita a narrar ese mundo en la efervescencia de su creación, tal como sucedió, un mundo donde el negro no es el black, sino el nigger (término especialmente odioso que se utiliza actualmente como una ofensa), en dramática convivencia con blancos e indios que se muestran en su extensa complejidad.

La muerte de la señorita Emily no es cualquier muerte. Es la caída de un monumento, es decir, la caída de un símbolo que supo mantenerse erguido, impasible, sobreviviendo a los cambios y a las pérdidas que señalaron una época, la del orgulloso Sur agrario derrotado por el progresismo del Norte. Ella representaba una época pasada de bienestar en el pueblo pero al morir, se llevó con ella parte de su secreto y de la antigüedad del pueblo entero. El Sur, anclado en el tiempo, contra el Norte liberal, industrial e ilustrado, que al proclamar la abolición de la esclavitud introdujo una novedad radical en la filosofía de la nación que estaba en proceso de creación: la sustitución de los privilegios de la sangre y la búsqueda de los privilegios del dinero.

Emily representa a ese Sur rebelde que, derrotado en lo militar y en lo político, se niega a renunciar a su orgullo nacionalista, al espejismo de aquel pasado cubierto por la misma cubierta dorada que rodea el retrato del padre. Hasta aquí, el simbolismo histórico, el amor que Faulkner le debe a su tierra y a sus orígenes.

Si el coronel Sartoris la hubiese exonerado de los impuestos por caridad, benevolencia o conmiseración, se nos dice que Miss Emily no lo habría aceptado. Solo pudo admitir un edicto que se fundamentó en un argumento que no apelaba a carencia alguna, sino a una suerte de derecho que reafirmaría de por vida su indiscutible excepcionalidad, esa misma que la situaba fuera de todo tiempo y de toda ley. No es un detalle menor el que ese derecho no esté escrito en ninguna parte, porque es precisamente su carácter puramente oral lo que determina que la comunidad de Jefferson lo asuma como un deber del que no puede librarse. Y es en esa sumisión a cualquier ley humana y divina donde reside la grandeza y la locura de Emily, ambas inseparables, y cuyo reverso fue sin duda el sometimiento no menos total a la voluntad de un padre que, se nos sugiere, la mantuvo atada a la cadena del amor filial. Una voluntad paterna soberana que podemos suponer ella ha heredado, y que la legitima en su empecinada negativa a aceptar incluso la suprema autoridad de la muerte, en primer lugar la de su propio padre, y de allí para abajo la de todos los sucesivos representantes de la ley de la ciudad, ya se trate de concejales, alcaldes, alguaciles, jueces, doctores, curas, o el pobre dueño de la droguería que intenta balbucear la normativa legal sobre la venta de venenos.

Ni siquiera el tiempo, depositado como fino polvo que cubre los objetos y los muebles de la casa, consigue alcanzarla y menguar el poder que exhibe apoyada en su bastón, luciendo esa larga y fina cadena de la que pende un reloj cuyas horas cree dominar. Negar la muerte de su padre no solo fue un signo inicial de su locura. Fue, fundamentalmente, el gesto soberbio de quien se halla convencido de poseer los máximos poderes como para sostenerse incluso ante el testimonio del mundo entero. No obstante, en aquella ocasión sí que las fuerzas le fallaron, y los funcionarios pudieron arrebatarle el cadáver que no estaba dispuesta a entregar, como aquellos capitanes que habiendo sido vencidos se niegan a aceptar la derrota e intentan por todos los medios engañar a sus propios soldados.

El caso es que la muerte del padre fue el comienzo de algo diferente y, habiendo desaparecido el hombre que durante la primera mitad de su vida la privó de una existencia de mujer, he aquí que se abrió para ella la oportunidad del amor, si es que podemos llamar así a lo que se inició con Homer Barron, un tipo al que le gustaba la compañía de los hombres (el narrador nos deja cierta ambigüedad al respecto), y para quien el matrimonio no entraba en sus planes. No se sabe muy bien cómo ella consiguió convencerlo para que entrase finalmente en aquella casa de la que jamás volvió a salir.

Y aunque se podrían argumentar muchas cosas sobre la pasión necrófila a la que Emily se entregó durante el resto de su vida, y especialmente sobre lo que ello debe a ese amor al cadáver paterno, me limito a subrayar el hecho de su figura inmóvil en la ventana, esa imagen estática que pasó, de generación en generación, como un punto fijo e inmutable en el curso de la historia de aquel pueblo: querida, ineludible, impasible, tranquila, perversa, masculina incluso, tras haber consumado sus esponsales con la muerte, y asegurado así la posesión definitiva de un bien de la que nadie podría ya privarla.

¿De quién será la mano que en un último gesto de despedida acuda a honrar la extraña gloria de Emily? Aunque no lo sabremos nunca, lo cierto es que el narrador que asume la voz colectiva de Jefferson no ha querido contarnos una historia de horror, aunque el final pueda dar esa impresión. Si leemos las últimas líneas con atención, veremos que Faulkner evita de manera clara e intencionada todo comentario sobre el efecto sensible que el inesperado descubrimiento puede haber producido en aquellos hombres que después de tantos años se atrevieron por fin a traspasar esa frontera que Miss Emily había impuesto con el único poder de su presencia fantasmal. Ni asomo de espanto, ni un grito ahogado, ni un escalofrío recorriendo la espina dorsal. Tan solo un piadoso estupor y el silencio casi reverente ante ese lecho en el que Emily ha recostado cada noche su sagrada fidelidad al hombre muerto; y aunque pueda resultar paradójico, allí donde el crimen debiera mostrarnos a nuestra protagonista en su más monstruosa manifestación, por el contrario acaba convirtiéndose en la prueba de su humana debilidad, merecedora de al menos una rosa. 


FUENTE: https://liteitesm.wordpress.com/una-rosa-para-emily-william-faulkner/


CONSIGNA PARA LA ÚLTIMA CLASE:

Leer el relato "Incendiar establos" de William Faulkner.

viernes, 13 de noviembre de 2020

Zapatos de bebé - Nora

 “Se venden zapatos de bebé: nunca se usaron”

En un pequeño café de Morón, dos amigas conversan animosamente. Dos años sin verse cara a cara, sin darse un abrazo, fueron suficientes para que cada una olvidara el lenguaje corporal de la otra. 

- ¿Los chicos se adaptaron bien a la escuela?

-Sí. Enseguida consiguieron amigos y aprendieron a hablar con fluidez. En dos meses dominaban el idioma como nativos.  Tanto Juan como yo muchas veces les pedimos ayuda. Saben más que nosotros que estudiamos alemán diez años. 

- Bueno, pero haber ido una escuela bilingüe fue una ventaja para ustedes.

- Y una excelente oportunidad de trabajo para Juan, porque con su título de ingeniero electrónico acá no tenía lugar.

- ¿Y a vos te gusta vivir allá?

- ¡Qué pregunta! ¡Es el primer mundo! Tenés todas las comodidades y más de lo que necesitás. No hay problemas económicos, inseguridad, corrupción, ni nada de lo que ustedes están acostumbrados a soportar con complaciente naturalidad. Pero basta de hablar de mí y mi familia. ¿Por qué no trajiste al bebé? Lo quiero conocer. Después de tantos años de espera, por fin lograste ser mamá. 

- Está un poco resfriado. Lo dejé con su papá.

- ¿Cómo se lleva Pedro con la paternidad?

-Bien, aunque no tiene mucho tiempo para dedicarle al bebé. Está trabajando horas extras.

- ¡Me imagino los gastos que genera un bebé! ¡Y sin la ayuda del Estado! En Alemania no existe ese problema. ¿Tenés fotos del bebé?  Me extrañó que no me enviaras ninguna. Debe estar enorme, ¿ya tiene tres meses, no?

- Cuatro. Es chiquito. Tengo fotos en mi celular, pero no lo traje.

- Ahhhh. ¡Siempre con miedo a los robos! Le compré un par de zapatitos Gucci hace dos semanas en Milán, cuando hicimos un tour por Italia. Seguramente los puede usar dentro de un par de meses.

- Muchas gracias. Son preciosos.

Una llamada al teléfono de la amiga que visita su país de origen interrumpe la conversación. Ambas salen del café y se despiden con la promesa de volverse a ver.  

María llega a su casa después de caminar diez cuadras. Entra a su sencillo PH con la caja de los pequeños Gucci, se dirige a la habitación y mira la cuna vacía. Toma un papel y escribe: “Se venden zapatos de bebé: nunca se usaron”.


Zapatos de bebé - Mercedes

Historias secretas
 
Cualquier domingo a la tarde, paseo obligado si no llueve...

Bajamos del tren Sarmiento en la estación Flores. Bancos de madera pintados de marrón oscuro de angostos listones sirven de descanso para quienes esperan la llegada del medio de transporte. Los fines de semana su frecuencia es aún más espaciada de lo normal. Las quejas frecuentes de los pasajeros por estas demoras son siempre insuficientes para provocar cambios.

Retornando la mirada hacia los bancos, en uno de ellos, infaltable, está Don Patricio. No tiene apuro alguno, sus horas transcurren allí día y noche. Todos lo conocemos, pero todos ignoramos su vida. Sin embargo, no faltan expertos en relatos, que se la van tejiendo. Su comunicación no es con el mundo que lo circunda. Su mente divaga, quizá en un pasado que lo tortura, que lo agota día a día y del cual no puede escapar por más que lo desee.

Es una constante el mirarse las manos fijamente y, de repente, dirigirlas hacia un costado como para que le pongan en ellas algo y luego de nuevo a la posición inicial. En cada movimiento su voz se torna más ronca y da órdenes: "Alcáncenme los fórceps”. “No se distraigan”.  “Vamos, ayúdenme". "No, no...”.

Hay angustia, hay reproches...Describe la situación con palabras académicas. Sus ojos se desequilibran. Parece sostener con sus brazos algo en alto, por encima de sus hombros, al que golpea con fuerza insistente con su mano derecha, esperando tal vez una respuesta que no obtiene. En ese instante esos mismos ojos se cubren de lágrimas...

Cada domingo, sin variantes, la misma historia. A su lado lo acompaña una caja intacta con un extraño cartel: “Se venden zapatos de bebé: nunca se usaron ".
 

Hemingway y la teoría del iceberg

Fiesta y El viejo y el mar, la primera y la última de las novelas del norteamericano Ernest Hemingway, inauguran la reedición de su obra. Principio y fin de un autor que supo crear un estilo propio y desarrollar al máximo el arte de la insinuación.

Son los dos puntos de apoyo de un arco que comienza a dibujarse de manera deslumbrante y acaba apoyándose en un estilo con síntomas de agotamiento. Porque Hemingway creó un estilo propio casi desde el principio y lo mantuvo y ese estilo ha seguido teniendo una influencia decisiva posterior, aunque él llegase a ser al final un poco manierista de sí mismo. Es un modo de escribir que cabría definir como muy norteamericano en la medida que parte del Huckleberry Finn de Mark Twain y se extiende hasta los minimalistas contemporáneos (y seguirá fecundando variantes, sin duda alguna).

El estilo Hemingway se caracteriza todo por dos aspectos. En lo conceptual -digámoslo así- por la célebre "teoría del iceberg", que viene a formularse más o menos como que un texto literario ha de ser como un iceberg y no dejar asomar más de un tercio de su cuerpo, pues los dos tercios restantes han de contar con la imaginación del lector para manifestarse. Dicho de otro modo: lo que asoma, además de mostrarse eficientemente -y por eso mismo-, debe sugerir lo que hay debajo. En cuanto a lo práctico, hablamos de esa manera de contar o describir en la que los detalles se igualan y un tenedor es tan importante como una mirada; en apariencia, todos los elementos parecen manifestarse con el mismo grado de importancia, pero es justamente la masa literaria obtenida por esa igualdad lo que crea la magia expresiva y el grado de sugerencia exigido. En cuanto a los diálogos, la técnica es la misma, pero en un fraseo ágil y corto por lo general. El resultado es arrebatador: ver al leer cómo fluye lo que está oculto bajo la superficie de ese relato de sencilla apariencia, ver cómo la insinuación se convierte en un arte que gratifica la imaginación tanto como la inteligencia... ése es Hemingway y ésa es su importancia.

Veamos algunas consignas disparadoras:

1) Presten atención al narrador del relato. ¿Qué información provee? 

2) ¿Qué es lo que predomina como modo narrativo?

3) ¿Qué temporalidades se manejan en este cuento? 

4) El relato, dado al uso de la omisión o elipsis, no cuenta una serie de elementos. ¿Qué informaciones no están explícitas en el relato?

5) Intenten una posible explicación de las sugerencias que se hacen en el cuento. En este caso, hagan hipótesis de lectura. Justifiquen dichas hipótesis con indicios del relato y transcriban textualmente dichos los indicios.

6) Investiguen el por qué del título. Los elefantes blancos son símbolos en algunas culturas. Agreguen su explicación del título a las elipsis sugeridas. 

viernes, 6 de noviembre de 2020

Faulkner versus Hemingway, la pelea del siglo

Casi todo lo que leemos tiene sus huellas. Uno, entre otras cosas, es el precursor de García Márquez y el boom latinoamericano. Otro, del Nuevo periodismo. Nacieron y murieron en Estados Unidos con un año de diferencia. Recibieron el Nobel de Literatura en el mismo lustro. Fueron enemigos íntimos. Cultivaron dos formas de narrar. Dos maneras de entender un oficio. Dos estilos -que se repelen como agua y aceite- donde se fundieron, probablemente, las únicas maneras posibles de hacer literatura durante la primera mitad del siglo XX.

Uno llevaba consigo la impronta de su caos y es probablemente el patriarca mentor de nuestro realismo mágico. El único gen de unos cuantos. El árbol infinito del que se nutrieron los íconos del boom que desataría el fenómeno de narrar como nunca se había hecho en América Latina. El comienzo de siglo XX no parecía dejar resquicio dentro de la literatura para el barroquismo. Pero un tal William Faulkner construyó desde el condado de Yoknapatawpha, un mundo inagotable donde germinaría la semilla de Comala y Macondo, las comarcas más ilustres de las letras latinoamericanas.

El otro, también norteamericano, también ganador del Nobel de literatura como Faulkner, se llamaba Ernest Hemingway y fue un gigante de tiro corto, un inspirado de pulso quirúrgico, desbaratado apenas en la ingeniería de sus cuentos consagratorios como "La breve vida feliz de Francis Macomber" o "Gato bajo la lluvia". Gabriel García Márquez lo acusaba, sin embargo, de haberse tragado el anzuelo de su enorme ego mientras “se adueñaba de todo cuanto escribía” y de llevar este ego más allá del límite de lo razonable. Esos límites eran los suyos propios: sus novelas no le darían el nombre por el que pasaría a la inmortalidad como bien lo sostiene el Nobel colombiano en el prólogo de los Cuentos completos de Hemingway de editorial Lumen. En Los Diarios de Emilio Renzi, publicado en 2015 por Ricardo Piglia, el autor argentino, en un notable repaso de sus años de iniciación, le dedica un párrafo hermoso: “Me acuerdo donde estaba cuando leí los cuentos de Hemingway (…) volví a casa (…) y empecé a leerlo y seguí y seguí mientras la luz cambiaba y terminé casi a oscuras, al fin de la tarde, alumbrado por el reflejo pálido de la luz de la calle que entraba por los visillos de la ventana. No me había movido, no había querido levantarme para encender la lámpara porque temía quebrar el sortilegio de esa prosa” El texto de Piglia es una caricia que solo entiende el alma de quien se ha sumergido en esos relatos. Es el sello distintivo que recogieron algunos de los grandes autores norteamericanos como John Cheever o Raymond Carver o los llamados a llevar la bandera del “Nuevo Periodismo” a finales de los años 60. Un ojo entrenado puede ver el registro de su ADN en la construcción que Gay Talese hace de su Frank Sinatra está resfriado o en los artículos de Tom Wolfe que, curiosamente acuñó la expresión “Nuevo Periodismo”, después de la aparición de Operación Masacre de Rodolfo Walsh.

Y sin embargo, ni Faulkner ni Hemingway salieron de un repollo. Cada uno llevaba consigo las influencias de otros grandes que los precedieron aunque ellos prefirieran desconocerlo. Después de la fulgurante aparición en 1929 de El ruido y la furia, a Faulkner le preguntaron si había leído el Ulises de James Joyce. Él lo negó, pese a tener un ejemplar de la novela del irlandés de la edición de 1924 en su mesita de luz. El maestro sureño apenas si reconocía como influencia sus lecturas del Antiguo Testamento, pese a que los estudiosos olfatean similitudes en la compleja psicología de sus personajes con Nathaniel Hawthorne, Herman Melville y Joseph Conrad y, desde luego, con el propio Joyce y su contemporánea Virginia Woolf en el arte de perfeccionar la técnica del “monólogo interior” o “fluir de la conciencia”, donde los pensamientos del personaje o su mundo interior son distribuidos estratégicamente en el texto.

Hemingway, que era otro gran simulador, tenía sus puentes fundacionales tendidos con los ya mencionados Melville y Conrad además de Mark Twain y el poeta Walt Whitman, a decir del afamado crítico literario Harold Bloom.

Pero más allá de lo que ambos fueron influenciados, uno tiene la impresión de que todo cuanto se escribe y se escribirá proviene de estos dos faros que alumbran en dirección opuesta pero también se complementan abarcándolo todo.

Los dos eran más conscientes que nadie de eso, por cómo entendían la técnica de la escritura. En Faulkner, una eximia pieza de relojería suiza, donde un hilo argumental bien podía enlazarse con otro encontrado páginas después y el río de su historia se despeñaba en párrafos de veinte renglones sin puntos aparte, poblados de múltiples voces.

En materia de estilo, Faulkner derribó casi todo cuanto existía para edificar de nuevo con una voz (o varias) definitivamente lograda en Mientras agonizo, publicada en 1930. Hemingway, que se sentía intimidado por aquel grandísimo rival, descolló siempre por el demoledor estilo sencillo y directo de sus relatos cortos (como un uppercut) donde era capaz de dejar en la lona a cualquier retador. Prueba de esa rivalidad son las chanzas que estos dos gigantes se enviaban más como vedettes indignadas, que como dos pesos pesados en una imaginaria pelea del siglo. Si el primero decía del segundo que “nunca ha sido conocido por usar una palabra que pudiera enviar a un lector al diccionario”, el segundo le contestaba “Pobre Faulkner. ¿Realmente piensa que las grandes emociones provienen de las palabras largas?”

¿Hay un ganador definitivo? ¿Uno de los dos se ha ido antes de la Casa?

Un primer veredicto pareció darlo el propio García Márquez, un antiguo devoto de Faulkner, cuando lo destripó en seco en un reportaje que le hizo Osvaldo Soriano. “El New York Times me ha pedido, después de mi artículo sobre Hemingway, otro sobre Faulkner. Me he puesto a releerlo, pero me cuesta horrores y me aburre; además, para un artículo tendría que sistematizarlo y no hay nada más difícil que sistematizar a Faulkner”, contesta Gabo en la hermosa crónica de Soriano recopilada para el libro Rebeldes, Soñadores y Fugitivos.

Los años, en efecto, no han sido tan generosos con Faulkner, al que se mira como el portador de un genio sacralizado pero olvidado en la biblioteca. ¿Quedan huellas de su legado en la actualidad? En la contratapa de la premiada novela Todos los hermosos caballos del norteamericano Cormac Mc Carthy (autor de otra novela sobre la que se basa la película ganadora del Oscar Sin Lugar para los Débiles) hay un enorme mimo a Mc Carthy al compararlo con el creador de Mississippi, pero a modo de una moraleja descorazonadora. “Le sucede lo que a Faulkner; no acaba nunca uno de leerlo…”, dice la crítica de El País. Una buena síntesis de estos tiempos, donde lo efímero mata la perdurabilidad de una buena y larga historia. Mc Carthy parece ser a Faulkner lo más cercano a su perfectibilidad. Por su propensión a la experimentación y el logro de su propio universo a través de los oscuros personajes de sus primeros libros. Un autor enorme y respetado por la crítica pero nunca leído lo suficiente y que pierde terreno en la consideración de los lectores frente a otros novelistas inesperados como Haruki Murakami.

En el otro rincón, lejos del claustro solemne, inmerso en su propia aventura, obsesionado con el mito de su propia masculinidad, Hemingway elegía celebrar la vida y escribir su obra desprovista de artificios, acelerando sus medidas de Johnnie Walker Black Label mientras Faulkner parecía hacerlo desde la genialidad incomprensible de sus personajes atormentados, desde un púlpito inalcanzable o, mejor dicho, al que pocos llegarían a subirse.

“Escribir una sola frase que fuera real”, se hizo una obsesión para muchos escritores que tomaron a Hemingway como el único sumo sacerdote posible. Crónica de una muerte anunciada, es una prueba irrefutable de eso. Un remanso en el que García Márquez se vería casi obligado a abrevar luego de parir ese monumento en palabras llamado Cien años de soledad. La novela icónica y más popular de América Latina (y casi ilegible hoy, dice el siempre cáustico Jorge Asís) fue atravesada de cuajo por la influencia demoledora de Faulkner, como antes había tomado posesión de los fantasmas que pueblan la hipnótica Pedro Páramo de Juan Rulfo o como después ayudaría a tejer la intrincada respiración de los personajes que dialogan en tiempos diferentes en La casa verde de Mario Vargas Llosa o en La vida breve de Juan Carlos Onetti. Todos los maestros de la Patria Grande parecen haber sucumbido ante estos dos moldes incomparables.

Hasta creo que las formas de Faulkner y Hemingway se repiten como únicas recetas posibles en cualquier otra expresión del arte. Después de la obra maestra de diseño de tapa de un disco como Sgt. Pepper (que bien hubiera podido aplaudir Faulkner) Los Beatles se vieron obligados a buscar la simpleza en la cubierta de su siguiente álbum. Uno que llevaría como título apenas el nombre del grupo: The Beatles, se lee torcido sobre un fondo enteramente blanco. Como le hubiera gustado a Papá Hemingway.



FUENTE: 

https://www.lagacetasalta.com.ar/nota/107776/espectaculos/faulkner-versus-hemingway-pelea-siglo.html


LECTURAS PARA LA PRÓXIMA CLASE:

- Hemigway, Ernest. "Colinas como elefantes blancos"

- Faulkner, William. "Una rosa para Emily"

lunes, 2 de noviembre de 2020

El encierro - Nora

Escuela en construcción

Los llamaban los jóvenes zombis. Solían deambular por las calles de Merlo con la mirada perdida. Cuarenta años después, poco se sabe de ellos. Cuando ocurrió la tragedia que marcó sus vidas, circulaban todo tipo de explicaciones, que no eran más que rumores mentirosos para encubrir la incompetencia de los responsables. No existían los celulares y los teléfonos de línea escaseaban en el conurbano bonaerense, por tal motivo la incomunicación fue una de las causas del desastre.  

El hecho ocurrió el viernes 14 de noviembre de 1980, en la Escuela de Educación Técnica Nº1 de Merlo. El edificio estaba en construcción, las aulas y los talleres tenían paredes de ladrillos a la vista, pisos sin baldosas y techos de chapas. Todos los salones estaban aislados entre sí y se comunicaban con un gran patio a cielo abierto. Como en toda obra, el polvo cubría todas las superficies.

El último día hábil de la semana se vivía en el establecimiento un clima distendido, la directora no estaba a la tarde y la secretaria se retiraba temprano. Por lo tanto, ningún docente quería dar clases las últimas horas del viernes, ya que sin autoridades y el cansancio acumulado, el alumnado estaba más inquieto.

Con mucho esfuerzo la profesora de Historia, casi una desconocida en la comunidad educativa, trataba de captar la atención de sus alumnos. Todos eran varones y ninguno estaba interesado por los acontecimientos históricos. Por lo tanto, a duras penas conseguía que los chicos trabajaran en clase. Esa tarde, los alumnos de segundo año, por miedo a llevarse la materia a diciembre, trabajaron de una manera inusual. Estaban tan concentrados en la actividad, que no escucharon el timbre. Cuando la docente miró el reloj, ya habían pasado diez minutos de la hora de salida.

“Chicos, es tarde. Tenemos que salir”, ordenó la profesora. Los alumnos entregaron sus trabajos y guardaron sus útiles en las mochilas. Cuando salió el último adolescente, la docente cerró su cartera y siguió la fila india hacia la puerta. Los chicos se amontonaron frente al descascarado portón metálico y al unísono gritaron: “No abre, el auxiliar se fue y nos dejó encerrados”.

Ante su sorpresa, la joven trató de calmar a los chicos y se dirigió a la dirección, donde estaba el único teléfono del establecimiento. Con tristeza y desesperación, comprobó que el salón estaba cerrado bajo siete llaves. Ante toda dificultad siempre hay un plan B. Los chicos comenzaron a golpear la puerta y a gritar, con la esperanza que alguien los escuchara. Lamentablemente, en ese momento se desató una tormenta que alejó de las calles a los posibles transeúntes. La lluvia, los relámpagos y los truenos acompañaron la desesperación del grupo.

Todos se concentraron en la única aula abierta. Mientras los chicos apaciguaban su apetito y ansiedad con las pocas golosinas que habían quedado en el fondo de sus mochilas, un joven encendió una pequeña radio a transistores que había llevado para escuchar un partido en el regreso a su casa. Mientras sintonizaba el pequeño aparato, una frase de un solemne locutor le hizo clavar el dial en una estación. “Último momento, una profesora y un grupo de alumnos de un colegio industrial de Merlo desaparecieron esta tarde. El auxiliar del establecimiento aseguró que la docente se retiró con sus alumnos a las 19:00, sin embargo los familiares de los menores realizaron la denuncia policial porque ninguno regresó a su hogar. Los padres de la docente afirmaron que ella tampoco está en su vivienda”. A partir de ese momento, los periodistas comenzaron a desarrollar las hipótesis más disparatadas, desde tráfico de personas hasta el accionar de una secta misteriosa.

Tras horas de espera, se cortó la luz. La temperatura comenzó a descender. Los chicos tenían frío. El techo de chapa no resistió la copiosa caída de agua y mostró con todo esplendor sus numerosas goteras. Llovía con la misma intensidad afuera y adentro del salón. El piso se cubrió de agua hasta una altura de diez centímetros. Todos estaban empapados. En medio de la oscuridad, se escuchaban sollozos, rezos y súplicas.

Hasta el amanecer, el frío y la humedad hicieron temblar los cuerpos. Cuando paró la lluvia, una poderosa ráfaga arrancó íntegramente el techo del aula. Las chapas volaron con fuerza hacia al patio y lastimaron a dos alumnos que habían salido asustados por la situación. La docente trató de vendarles las heridas con un pañuelo y una chalina. Mientras la mujer atendía a los alumnos, una viga pesada de madera cayó sobre su cabeza. Los alumnos sólo atinaron a realizar una aspiración profunda, antes de escuchar el golpe seco que produjo el impacto del cuerpo de su profesora sobre el piso.

Sin respuestas del exterior, sin la guía de un adulto, los chicos decidieron juntarse y esperar. Amontonados y tiritando en un rincón de lo que quedaba del aula, sin moverse y ni siquiera llorar, pasaron todo el fin de semana.

A nadie se le ocurrió pensar que los alumnos y la joven mujer aún estaban en la escuela. Ni siquiera el eficiente inspector de la Policía Bonaerense sospechó que el auxiliar había mentido.

A las siete de la mañana del lunes, se abrió el portón de la escuela. Entró la directora rodeada de micrófonos y cámaras de TV.  Los auxiliares comenzaron a juntar las chapas del patio y a limpiar los destrozos generados por la tormenta. Tardaron una hora en descubrir en el rincón de un aula sin techo al grupo perdido. Los alumnos, en estado de shock, tenían la mirada fija en el cadáver de su docente.

El encierro - Mercedes

24 de febrero de 2007. Mi amiga Inés estaba por atravesar la línea que muchos ya habíamos alcanzado. En realidad, yo lo había logrado dos años atrás, por lo tanto, tenía experiencia en el trayecto y eso me motivó acompañarla.

La veía nerviosa, ausente por instantes, quizá vagando en su cabeza un cúmulo de pensamientos que avizoraban la llegada de una nueva etapa que, según comentarios ajenos, golpea a cada uno de manera diferente.

Eran las 10 de la mañana cuando llegamos en micro a la ciudad de La Plata. Para muchos el hecho de que sus calles no tengan nombres sino que nos guía su numeración es una ventaja. Sin embargo, para mí nunca lo fue y antes de llegar a destino tengo inexorablemente que preguntar a los transeúntes fortuitos que tengo en el camino si voy en el sentido correcto.Aquella vez no fue así. La suerte me ayudaba porque necesitaba mostrarle una seguridad, que consideré, en ella flaqueaba.

Ya caminando por Plaza Moreno, las dos moles conocidas públicamente como Torres estaban con toda su magnificencia presentes y sin dudar elegí la uno: escalinata y un gran hall previo para terminar el trámite en el piso sexto sin problemas en la entrega de papeles. De allí, de vuelta: esperar el ascensor para bajar. De repente, el mastodonte metálico se detuvo ante nosotras, se abrieron automáticamente sus puertas y una vez dentro alcanzamos a informar a la persona próxima al tablero que nuestro destino era planta baja. Su descenso, a diferencia de la ida, comenzó a ralentizarse hasta que de repente dejó de funcionar y quedó varado en el entrepiso del cuarto al tercero.

Al comienzo, las cuatro que allí estábamos nos comunicamos con una sonrisa tal vez nerviosa, pero a medida que no se producían cambios ya nuestras caras se iban tornando en expresiones de pánico. De Inés ya sabía que era claustrofóbica pero, en mi caso, empecé a sentir que comenzaba a serlo. Mi mirada se dirigía a los seis laterales grisáceos no encontrando un foco de ventilación e imaginaba qué pasaría si esto duraba demasiado. 

A una de las presentes se le ocurrió la primera idea: sacó su celular y dijo llamar a una persona de las oficinas del edificio para que avisara. Sus dedos marcaban una y otra vez el número, pero con voz vencida expresó: “no hay señal”. Le pedimos ese contacto para ver si acaso nosotras con nuestro artefacto teníamos mejor suerte pero el resultado fue el mismo.

Para ese entonces ya noté que a Inés lentamente se le iba su cabeza hacia atrás y atiné a sujetarla pero igual no soporté mantenerla erguida y la ayudé a que, en una pequeña esquina, se sentara en cuclillas. Saqué un pañuelo y lo empape de una colonia que acostumbro a llevar en la cartera y rápidamente se lo coloqué en su nariz para que no desfalleciera. De repente vi que la otra que nos acompañaba comenzó a gritar y llorar de forma desconsolada tratando que alguna persona de alguno de los otros cinco ascensores que a nuestro alrededor circulaban escuchara. Era indudable que este hermetismo metálico lo haría imposible pero no la acalle hasta que al fin se dio cuenta por sí sola que le servía como un vano desahogo. 

Como si fuera contagioso, la del celular comenzó a llorisquear y comentarnos que perdería la cita que tenía con su modista. Dentro de tres días se casaría y era la última prueba de su vestido de novia. Trataba de calmarla diciéndole que seguro desde planta baja se darían cuenta de nuestra situación. De repente, como si se escuchara mi pronóstico, el ascensor dio un pequeño, notorio y brusco movimiento y de ahí arrancó con normalidad. 

Cuando se abrieron en destino las puertas, bomberos y hasta medios nos aguardaban porque había sido noticia que por primera vez desde su inauguración un ascensor de las torres quedase varado. 

Hoy, a tres años de este hecho, con Inés reímos. El día del pedido de su jubilación quedó registrado en la historia.

El encierro - Zita

Pérdida entre espejos

“El universo se compone de un número indefinido y tal vez infinito de galerías hexagonales”. Esta frase de la Biblioteca de Babel, de Borges, me volvía a la memoria una y otra vez después de lo ocurrido en el Museo de Arte de Varsovia.

Era primavera, de esa primavera q en los países eslavos tiene el brillo de los deshielos en las praderas floridas. Había llegado temprano para la visita guiada. En la fila nos habían dado un folleto con las imágenes de ese edificio y un plano con la distribución de salones, galería y escaleras. Éramos un grupo de 15 personas que con entusiasmo recorríamos el museo.

Nos detuvimos frente a “La siesta” de Paul Gauguin 1892. Un cuadro en el que el pintor deja de lado el trazo libre del impresionismo para encerrarlo en las líneas y colores del realismo. Entramos a otro salón en el que la pared estaba cubierta por un gran espejo enmarcado en una madera afiligranada de sándalo africano.

Mi atención quedó flotando en los vericuetos de ese marco que me pareció casi siniestro. Levanté la vista y me vi duplicada en él, como en otro espejo, y este en otro y otro en otro y otro y otro más... Estaba atrapada en múltiples imágenes que me devolvían los espejos.

De pronto, el vértigo y las náuseas se apoderaron de mí. Necesitaba asirme a algo, salir de ese espacio asfixiante, interminable, que rodeaba todas las paredes. Percibía sonidos pero sus ecos se perdían en un profundo silencio. Los espejos se iban fundiendo uno en el otro como en un caleidoscopio. Mi imagen permaneció en esa dimensión de cristal un tiempo impredecible. El temor y la confusión me iban ganando.

¿Cómo salir de ese universo q me tenía atrapada en la imagen?

¿Cómo eludir la certidumbre de estar encerrada en esos espejos?

¿Cómo romper el orden infinito q invadía todos los rincones?

De pronto, reconocí en la lejanía la voz de la guía y, como en un sueño, salí lentamente de ese laberinto de espejos paralelos y convergentes, hasta descubrir nuevamente los lunares blancos del cuadro de Gauguin.

Hace mucho tiempo de esta historia, pero cada vez q me refiero en un espejo, cierro los ojos y apresuró el paso.

El encierro - Mónica

 Martín tiene una peculiaridad. Comprende las frases al pie de la letra. No interpreta metáforas, ironías, segundas intenciones. El lenguaje es para él un instrumento unívoco, literal muy llano.

A fines de marzo se instaló la pandemia y con ella una batería de protocolos, instrucciones e imperativos destinados a proteger a la población de semejante flagelo mundial. Lo primero que leyó fue “Quédate en casa”. El exterior comenzó a convertirse en un monstruo amenazante. E hizo caso. Cerró la puerta de entrada con llave y, a partir de ahí, su hogar se convirtió en el único escenario del cual participaba. Un vecino le hacía las compras y se las dejaba en la puerta de calle. Martin las recibía con guantes y barbijo.

Pasó el otoño, el invierno y ahora la primavera y no volvió a salir. Encerrado, por obediencia, pasó por distintos estados: tranquilidad, aburrimiento, ansiedad. Martín está entrampado en su propio laberinto. La agorafobia se instaló en su ser y cualquier atisbo de contacto con el exterior le produce pavura.

Cada día duerme menos. Cada día es una larga partida de Solitario. Acompañado por el televisor, la tablet y el celular, su vida es una inmersión absoluta con las pantallas. Desde allí conecta con pocos. Ha aprendido a convivir con su sombra, una triste sombra en cautiverio.

El encierro - Rosa

 Atrapadas

Carolina y yo, treintañeras, solteras, amigas y profesoras en el mismo colegio, parecíamos adolescentes en ese viaje.  Habíamos elegido La Falda, en Córdoba. Llegamos a un hotel muy lindo y pasamos la tarde en la pileta, cenamos y armamos nuestro itinerario. Un micro nos llevaría al día siguiente a Los Cocos y a su impresionante laberinto. Teníamos que madrugar, así que apagamos la luz y a dormir.

Cuando llegamos a Los Cocos nos unimos en el recorrido a un grupo de estudiantes por temor a perdernos. ¡Cuántas vueltas, marchas y contra marchas y cuántas risas! Nos chocábamos con la gente, más risas. Perdimos al grupo de jóvenes y, de repente, notamos que había cada vez menos personas y cada vez era más de noche. No encontrábamos la salida.

Busqué el boleto de entrada, cerraban a las dieciocho. Se oían altavoces pidiendo a la gente que se retirara. El señor que guiaba a los rezagados desde una especie de balcón no estaba. De pronto, tomamos conciencia de que estábamos solas. Sólo nos iluminaban la luna llena y las linternas de nuestros celulares. Nos tomamos fuertemente de las manos y avanzamos.

–¿Por qué no seré Teseo y tendré la ayuda de Ariadna? –le dije a Carolina, pero no me contestó. Tampoco estaba conmigo. Dejé de ver la luz de su celular.

Comencé a gritar pidiendo auxilio pero la única respuesta era el sonido del crujir de las ramas que pisaba. Caminaba y cuando parecía que encontraba una salida me chocaba con un cerco de plantas altas y pinchudas. Mi corazón latía fuertemente y parecía que escuchaba su sonido.

–¡¡Carolina, Carolina!!

Nada, oscuridad, crujir de ramas y pasos que se acercaban.

–¡¡Carolina, Carolina!!

De pronto, unas manos me apretaron la garganta. Ya no podía respirar. “Es el fin”, pensé...

–¡Virginia, Virginia! ¿Qué te pasa? ¿Por qué me llamás a los gritos? Te vas a ahorcar con la sábana, la tenés enrollada en el cuello. Tuviste una pesadilla.

Cuando me trajo el vaso de agua y antes de contarle mi sueño le dije:

–Mañana iremos a Carlos Paz. ¿Qué te parece?

El encierro - Adriana V

Hola, ¿cómo estás? Yo soy Dani. Tengo unos pocos años y vivo en el barrio de la Boca, mi barrio pintoresco con maravillosos personajes, río, puentes, barcos e historias. Una tarde de sábado fuimos con papá, mamá, y mi hermana Charo de visita a la casa de los abuelos que viven en Tigre. Su barrio es parecido al mío. Son como hermanitos. Allí también hay ríos, barcos, y lanchas.  Es por eso por lo que siempre voy feliz a pasear a su casa. Es como seguir en la mía, pero con más misterios, mimos y caprichos complacidos.

Los cuatro subimos al cole. Mirando por la ventanilla. Mis ojos se fueron hartando de azules, rojos, círculos, cuadrados, casas, cosas, personas y personajes. Mientras, pensaba con qué nos sorprenderían los abuelos para jugar y merendar ese día. ¿Prepararía la abu esa torta con dulce de leche que a mí tanto me gusta? Mmmmm…. Ya me veo con unos enormes bigotes pegajosos.

Abu tendrá lista la pelota de cuero para patear un rato y hacerle muchos goles hasta que se canse y me diga: "Dani, me doy por vencido. Sos un campeón. Perdí, perdí, perdí. ¡Sos Maradona!" Cómo me gusta oír su frase. De veras me hace sentir Dios. Como Maradona en el mundial.

Bajamos del colectivo y corrí ansioso a tocar el timbre. Los abuelos me apretaron tan fuerte en un abrazo interminable que arrugaron mi camisa bien planchada y me llenaron de besos húmedos toda la cara. Yo, enseguida, me los saqué todos.

Papá y mamá contaban sus penurias laborales y económicas al abuelo. Charo y yo peleábamos por decirle a la abuela todo lo que habíamos aprendido en la escuela y las mil travesuras cometidas en la semana. Cuando los relatos se fueron desvaneciendo, el abuelo y papá me propusieron salir al patio a patear la pelota.

El abuelo y papá ya no son niños como yo. Después de ganarles con diez goles, el abuelo pronunció ese canto celestial tan esperado por mi ego.

—Basta, no puedo más. ¡Me ganaste, Diez! ¡Bien hecho, mi campeón!

Sin aliento entraron a la casa a reponer fuerzas. Yo me quedé por allí un rato más, pergeñando algunas macanas para no aburrirme solo. 

Luego de romper a pelotazos algunas plantas, me escabullí al interior de la casa de manera disimulada para que nadie se diera cuenta de mi travesura. Charo miraba la tele. Papá, mamá y los abuelos desgarraban en pequeños pedazos el buen nombre y honor de familiares, amigos, vecinos, conocidos y desconocidos también. Se los veía muy entretenidos. Yo mientras tanto salí de excursión por los cuartos de la casa. 

El living estaba frío y aburrido. Creo que hasta alguna araña andaría escondida en un rincón oscuro con un poncho para no congelarse. El baño todavía con olor a ducha fresca me tentaba. Pero si  me ponía a jugar con agua y jabón seguro que mamá  me descubriría y me ligaría alguna penitencia. El cuarto de los abuelos... ¡Sí! Me subí a la cama gigante y comencé a saltar cada vez más alto hasta que caí y me hice un chichón. ¡Pero no lloré! Y por mi integridad física salí más rápido de lo que entré.

Seguí el rally local y llegué al cuartito de los cachivaches. Así lo llamaba papá. Abrí la puerta que descontenta con mi visita chirriaba y miré la pila de aparatos extraños que intentaban llamar mi atención. En el fondo algo se veía polvoriento, gigante y olvidado. Corrí un montón de porquerías inútiles que lo escondían y… ¡Sorpresa! Era un viejísimo baúl.

¿Qué habrá? ¿Y si un pirata está escondido? Qué miedo… ¿Y si me encuentro con Superman para volar juntos? ¡Eso me gusta! ¡Tendré que abrirlo. ¡Quiero saber que hay! Escuchando la misma queja herrumbrosa de la puerta del cuarto logré mover su tapa. ¡Qué maravilla, cuántos tesoros mágicos! Tenía que descubrirlos a todos. Nada podía quedar sin resolver mi curiosidad.

Estaban metidos bastante lejos. Me colgué del borde para alcanzarlos y cuando me descuidé, ¡zzzassss! Perdí el equilibrio y caí dentro. Con tanta mala pata que cayó la tapa y se cerró. Quedé atrapado en sus fauces. ¡No importa! ¡Esto es el cielo! Y empecé a hurgar en mis bolsillos buscando los fósforos que siempre me acompañan. Estaba bastante negro ahí dentro. Cuando lo froté junto con la luz sobrevino la fascinación.

¡El autito Duravit de papá! Algunos siniestros viales le habían carcomido la carrocería en varios lugares. Muchos soldaditos de plomo. Unos sin color, otros sin fusiles y muchos sin cabezas o pies, eran el signo de una guerra violenta. Los libros de cuentos de páginas ajadas y amarillas aún contaban antiguas historias.

Fijáte qué extraño, Siglo XXI y todavía Caperucita anda paseando por el baúl  sin que las polillas comieran su caperuza roja. ¡Y eso que la abuela no le puso flit! Qué suerte, sino estaría agonizando ahora como un bicho de esos que ella persigue.

De repente mi panza protestó. Se hizo oír como una manifestación en Plaza de Mayo con Moyano. Papá lo nombra siempre. Yo no sé quién es. Busqué algo para calmarla. Nada había para comer. Hasta que me topé con un libro de Doña Petrona. ¡Manjares! Tortas, galletitas, sanguchitos, masitas, alfajores, tortillas, papas, sopas…

Busqué en mi bolsillo y saqué la tijerita. Recorté una porción de torta de chocolate, seis galletitas de limón, un sanguchito de solomillo (¿qué será?), un alfajor de manzana y un vaso enorme de licuado de durazno. Le metí un cubito para enfriarlo y lo acomodé todo sobre un mantelito a cuadros rojo para disfrutar sin convidar. Sí, todo para mi solito. Charo estaba lejos. No tenía que compartir. ¡Riquísimo! Petrona C. de Gandulfo sí que cocina bien. Mucho mejor que mamá que repite siempre la pastafrola de batata desteñida, el sanguchito de mortadela y los alfajores de maicena implosionados. Mi panza conforme, repleta y contenta pidió una siesta. Acomodé mi cabeza, me tapé con una robe de chambre  de príncipe de gales y me dormí.

Morfeo tomó mis manos y volando alto me llevó a dar un paseo por la bóveda celeste. Azul, azul, azul y brillante. ¡Cuánto placer! Hasta que me soltó y caí en cuenta que todavía estaba en el baúl. Volví a la realidad de mi encierro y me puse a pensar cuál era la estrategia para salir. La tapa era muy pesada para mis pequeños brazos. Revolviendo encontré la nave espacial de Los Supersónicos. Había sido parte de la infancia de papá. Qué rara era. Y se me prendió la lamparita. ¡Ésta es la llave hacia mi libertad.

Abrí la cápsula vidriada y me metí. La cerré. Miré los controles del tablero. Encontré la palanca de encendido y la giré. ¿Tendría nafta? ¡Sí! ¡Arrancó! Ahora a escapar. ¿Cómo? ¡Eureka! Vi la cerradura y por allí escapé a la vida.


El encierro - Lidia

Una noche constelada

Todo estaba previsto para partir al anochecer, mas el proyecto se demoró.

Esa tarde de noviembre de 1950, Cecilia debía asistir a la Parroquia para una revisión del Catecismo pues en una semana tomaba su Primera Comunión. Se sentía muy segura ya que lo había memorizado completo porque ese era el camino posible, sin entender, repetir, repetir…

Cecilia vivía días angelados, con frescura e ilusión, expectante de recibir el Sagrado Sacramento.

Cuando llegó su turno, para su sorpresa, le pidieron que recitara la oración del Ángel de la Guarda. La invadió una alegría inmensa y casi sin respirar, la pronunció como lo hacía todas las noches. La reunión finalizó con el ensayo breve de la ceremonia que se realizaría el 8 de diciembre.

Al regresar a su casa, surgió algo fuera de los planes. Faltaba probar el vestido, que con esmero y amor, cosía y bordaba su madrina para el día tan esperado. Esto retrasó la partida al campo. Se hizo de noche, pero Graciela, la mamá de Cecilia, con destreza y valentía no dudó en emprender el viaje, manejando el Pontiac negro por la calle Luro que empalmaba con la ruta a Balcarce. Conocían el recorrido como un ritual, y para entretenerse durante el trayecto, los niños jugaban al choco-lala.

Ya sabían que, después de la segunda curva, pasando Sierra de los Padres, debían doblar a la derecha para entrar en el camino de tierra y hacer apenas una legua para llegar al campo a ver a su papá, que al ser agricultor estaba en plena época de cosecha del tan apreciado lino. A Cecilia le gustaba caminar entre los surcos sembrados de la mano de su padre y ver esa hermosa flor celeste de porte bajo. ¡Qué trabajo artesanal se hacía en el lugar! En el trayecto, ya iba acariciando la idea de días encendidos entre trabajo y ocio que les permitirían ver puestas del sol que embellecían aún más los campos de girasoles y trigales.

De pronto el auto se detuvo y quedó en la ruta en plena soledad. Cecilia, sentada en el asiento de atrás, apoyó sus rodillas para mirar por la luneta. Era una noche magnífica, brillante, y constelada. Impresionada ante la imagen resplandeciente, hermosa, pestañó varias veces, lo que veía no era borroso, era diáfano, no estaba soñando, era la figura de un ángel, San Gabriel, a quien Cecilia reconoció por su vestimenta blanca, un lirio en sus manos y aspecto delicado, una imagen igual a la estampita que esa misma tarde su amiga Inés le había mostrado. Cecilia necesitó compartirlo con su hermana adolescente, quien le contestó: “No seas paparula, no veo nada”; y en un silencioso secreto percibió que el Ángel empujó el auto que pronto siguió su andar, mientras que él, envuelto en un aurea con mucho esplendor, se retiró en un vuelo lleno de luz dentro de la esfera celeste. 

Mientras sucedía esta conjunción de colores, Graciela exclamó con emoción: "¡Qué bueno que no se ahogó, debí cambiar la batería, lo arreglaré más tarde".

El encierro - Norma

Una tarde muy calurosa del mes de mayo en Madrid, con Ceci y Leo, estábamos haciendo la inmensa (y vaya si fue inmensa) cola para entrar al museo de doña Sofía, mirando nuestras dos horas de cola, y todavía nos faltaba la escalera. Los vacíos maceteros y la amplia vereda se transformaban en cómodos asientos mientras, los frondosos árboles eran abanicos egipcios.

Entramos, luego de subir la amplía escalera frontal y pasar la cinta de seguridad. La policía del museo abría mochilas, algunas había que dejarlas... La mía se salvó, me acompañó, termo y mate, pasillos, salones inmensos, alfombras, arañas, estatuas...uno más lindo que el otro (quiero aclarar que por haber acumulado años, no pagué entrada). Teníamos dos horas para recorrerlo, las otras las habíamos perdido en la cola, en algunos lugares nos hubiéramos quedado atornillados, pero...

Empezamos el recorrido siguiendo el mapa que nos habían dado, bajamos pisos, subimos pisos, pasillos por aquí, pasillos por allá. Nuestros ojos no daban abasto con tantos paisajes, retratos, ejércitos, todo una maravilla, era un gran deshojar la margarita para ver cuál era el que más nos gustaba.

En unos de los salones vimos el gran cuadro de la toma de Castilla por Isabel y Fernando. Nos sentamos frente a él tratando, a través de la pintura, de definir quién era quién y qué representaba el todo (alguien tocaba las castañuelas). Nos levantamos y empezamos a caminar hacia otro, pero volvimos al mismo, porque nos acordamos de ubicar en la pintura al autor.

Leo empezó a caminar, "las espero a fuera", nos dijo. Ceci y yo empezamos a subir las escaleras del 2do subsuelo (sonaban castañuelas), comentando lo hermoso y educativo que era todo lo que habíamos visto, (el ascensor no funcionaba) seguimos subiendo al 1r subsuelo (las castañuelas volvieron a sonar está vez más cerca) y una voz que dijo "en 10 cerramos".

No me alcanzaban las piernas para subir más rápido, mientras Ceci me decía "tranquila suegrita, voy a avisar que nos esperen". Y escuché la voz de mi hijo que decía: "espere, faltan mi mamá y mi señora". La guardia, que era la que tocaba las castañuelas, bajaba para buscarnos: "¿No sintieron las castañuelas?". Y yo, con medio aliento, le dije "creí que era alguien bailando". Todos nos pusimos a reír, mientras la guardia nos iba arriando, diciendo "casi las dejo dentro, en el terror de una noche de museo". El terror hubiera sido quedarme encerrada sin mate, porque se me había terminado el agua. 

Salimos y la gran llave sonó detrás nuestro. En el parque de habían encendido las luces de una noche espectacular de verano


La narrativa de Faulkner y Hemingway (similitudes y diferencias)

Ernest Hemingway, autor de "Colinas como elefantes blancos" y Adiós a las armas , y William Faulkner, autor de "Una rosa para...